Lo que va de Lula a Uribe

En Brasil capturaron a Lula da Silva para que declare sobre su responsabilidad en el escándalo de Petrobrás. En la petrolera se encargaron de desviar más de 2.600 millones de dólares en sobornos y sobrecostos ficticios. La Fiscalía acusa a Lula de ser “uno de los principales beneficiarios” y sostiene que “dentro de una República, incluso las personas ilustres y poderosas deben estar sujetas al escrutinio judicial cuando hay fundadas sospechas de actividad criminal”. La decisión ha sido aplaudida por la inmensa mayoría de la población, harta ya de la corrupción de su Partido, el de los Trabajadores, en el poder desde el 2003.

Pero esta columna no es sobre el desastre brasilero y la caída en picada del líder de la izquierda democrática latinoamericana. Es sobre la captura de Santiago Uribe Vélez. Para empezar, habría que decir que, como bien dice la Fiscalía brasilera, en un sistema democrático nadie, sin importar su apellido, parentesco o posición política, puede escapar del escrutinio de su conducta y de la acción judicial, si contra él hubieran indicios suficientes de su eventual responsabilidad en un acto delictivo. De manera que nadie puede estar a salvo de la investigación judicial ni puede estarlo Santiago Uribe por el mero hecho de ser hermano del expresidente.

Pero el problema acá es precisamente el contrario: la percepción de un sector importante de la ciudadanía es que la acción judicial contra el hermano del expresidente se produce precisamente por esa calidad. Su parentesco no lo pone a salvo. Lo condena. Ser Uribe Vélez no solo no le evita su captura sino pareciera ser la razón de la misma. Un resultado de la politización de la justicia y de la judicialización de la política.

En virtud de la judicialización de la política, las contiendas políticas no se resuelven ya en la urnas o en las convenciones de los partidos y movimientos sino en los estrados judiciales donde se acusa a los contradictores. En razón de la politización de la justicia, fiscales y jueces toman sus decisiones no con base en consideraciones jurídicas, sino por las inclinaciones ideológicas de los operadores judiciales y por las presiones políticas que reciben.

Por eso el Fiscal General no tiene reparo en servir de martillo para perseguir a la oposición e intervenir en plena campaña electoral, para favorecer la reelección de Santos, a través del famoso episodio del hacker, donde no solo no se ha probado aun que hubiera una intervención de Oscar Iván Zuluaga, sino que no se ha despejado la duda de si se trató de una infiltración, una trampa para la campaña opositora.

Al mismo tiempo la investigación sobre la financiación ilegal de la campaña de Santos murió sin que siquiera se hubiera adelantado. Y si a Diego Palacio y Sabas Pretelt los condenan por ofrecer puestos a cambio de votos en el Congreso, la Fiscalía no dice una palabra ni sobre intercambios similares en este gobierno ni sobre la mermelada que reparte a manotadas. Y hay más casos.

¿Porqué capturar a Santiago Uribe precisamente ahora, si ha demostrado por lustros su disposición de acudir cuando lo llaman las autoridades? ¿Porqué no permitirle defenderse en libertad? ¿Es la captura un mecanismo para presionar al uribismo a que acepte y se sume a los mecanismos de la justicia transicional que se pactó con las Farc? ¿Es la ofensiva contra el uribismo parte de un pacto con las Farc a cambio de que ellas finalmente firmen? Para las Farc no habrá problema en confesar los crímenes que todos les conocemos y por ello no pagarán ni un solo día de cárcel. Pero a los demás que llevarán a ese tribunal los obligarán a confesar cualquier cosa si no quieren verse expuestos a ser condenados, ellos sí, a veinte años de prisión.

Si en Brasil todo el mundo reconoce la independencia e imparcialidad de la Fiscalía, acá un número sustantivo de ciudadanos cree que Montealegre es del bolsillo del gobierno y funcional a sus intereses. Y nadie puede explicar que en Casa de Nariño se defienda la impunidad de los crímenes de las Farc y al mismo tiempo se persiga judicialmente, sin tregua ni descanso, a los contradictores políticos.

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