Los desastres de siempre

Hace poco el periódico El Tiempo publicó en su editorial unas cifras alarmantes sobre la situación de Colombia en materia de prevención de desastres.

Tres de cada diez colombianos –precisaba la nota– viven amenazados por eventos naturales. Además se indicaba que el veintiocho por ciento del territorio nacional está en riesgo de inundaciones y el dieciocho por ciento es propenso a deslizamientos.

El citado editorial apareció pocos días después de que en Salgar, Antioquia, el desbordamiento de la quebrada La Liboriana ocasionara la muerte de noventa y cinco personas. Entonces, como siempre que hay este tipo de tragedias, muchos corearon que somos un país propenso a los desastres naturales.

Eso es quizá lo más decepcionante: aunque llevamos más de un siglo padeciendo el desbordamiento de los ríos, el deslizamiento de nuestros terrenos deleznables, la furia de nuestros arroyos, los colombianos necesitamos que haya desastres nuevos para animarnos a reflexionar sobre los desastres de siempre. Esa actitud tan negligente como insensible agrava el problema.

Es falaz mostrar nuestras catástrofes como consecuencia de una lucha desigual entre la naturaleza impredecible y el ser humano indefenso. Tal y como lo han expresado muchos comentaristas de prensa por estos días, “la naturaleza avisa” y, por tanto, es posible evitar la mayoría de estas tragedias.

Además es simplista limitarse a determinar las posibles fallas técnicas de los funcionarios que deben prever el riesgo, sin establecer las responsabilidades políticas de nuestros gobernantes. Ellos son quienes deberían diseñar planes estructurales frente a los fenómenos naturales y frente a la exclusión. Porque lo que mata a nuestros menesterosos no es la falta de pronósticos oportunos sino la carencia de políticas que los incluyan.

¿De qué sirve tener pronósticos certeros mientras haya cada vez más seres menesterosos poblando, por física necesidad, zonas deleznables y de alto riesgo? En Colombia hay mucha gente para la cual buscar vivienda es sinónimo de inmolarse, y mientras eso sea así ninguna oficina de prevención de desastres impedirá que sucedan catástrofes como la de Salgar.

El verdugo del pobre no es el volcán que lo arrasa, sino el Estado que le permite vivir al lado de ese volcán, o en la ladera de un río, o en la falda de una montaña, o al borde de una carretera peligrosa. El Estado no solo le permite vivir en esas zonas sino que además lo fuerza a hacerlo porque no le ayuda a conseguir vivienda digna y segura.

Los gobernantes colombianos, obsesionados por su favorabilidad en las encuestas, suelen desdeñar esos problemas de pobres remotos que no figuran en la agenda mediática. Canalizar un río en el sur del Atlántico o reubicar a unos habitantes que pueblan una montaña quebradiza en Norte de Santander son actividades menos rentables, en términos de marketing político, que dar de baja a un escuadrón de guerrilleros.

Eso sí: cuando el río del sur del Atlántico se desborde o cuando la montaña de Norte de Santander se desmorone, volveremos a ver a los gobernantes anunciando obras y a la prensa publicando cifras sobre lo inclemente que es la naturaleza.

Pero los verdaderamente inclementes de esta historia son nuestros líderes mezquinos.

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