Los marchantes “budistas” de la vida consciente en la paz

Un ser humano es una parte del todo que denominamos el universo, una parte limitada en tiempo y espacio. Se experimenta a sí mismo, sus pensamientos y sentimientos, como algo separado del resto; una suerte de óptica de su consciencia. Esta ilusión constituye una especie de prisión, que nos restringe a nuestros deseos personales y al afecto hacia unas pocas personas próximas. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión, ampliando nuestro circulo de comprensión y compasión para abrazar a todas las criaturas vivas y a la naturaleza en su conjunto, en toda su belleza. Albert Einstein.

Todo ser que se precie de humano tiene la capacidad de disfrutar con la virtud, la integridad, la rectitud de corazón. Cuando nos cuidamos de los demás y no les hacemos daño, creamos libertad y felicidad. Pareciera, sin embargo, que la cualidad de ‘humano’ requiere de un adiestramiento, pues los niños que se crían con lobos actúan como tales.

Alguien inventó los preceptos o normas que nos hacen humanos y nos dio libertad para acogerlos o rechazarlos creando lo que conocemos como un comportamiento predecible en el que podemos confiar o desconfiar. Según la cultura, esos preceptos se han podido presentar como leyes obligatorias o recomendaciones a seguir que crean consecuencias, estilos de vida, pero de los que desconocemos los motivos verdaderos que los impulsan, que pueden venir dictados por lo genético, aprendizajes inconscientes, y el misterio de algo llamado destino.

En ese escenario posible de desviación del objetivo fundamental de la vida, ésta debe convertirse entonces en una ‘escuela’ para garantizar el mantenimiento consciente de verdaderos seres humanos, considerando la posibilidad de intercambiar con otras especies y otros reinos, o esquemas invisibles, reales, a los que llamaríamos santos ángeles, virtudes, dioses; existiendo también la posibilidad negativa y real llamada demonios, encarnados, o actuando desde otra dimensión. Según Swedenborg en el infierno no habría demonios, sino seres humanos.

Dicen los que saben más, que esta vida es una escuela de tránsito para acceder a otros niveles evolutivos; porque fallamos en el nivel de kínder (paraíso) estamos siendo puestos a prueba, ayudados o asediados por obstáculos que nombramos de diversas maneras. Quizá por eso dijo William Blake que “Aquellos que atraviesan el umbral del cielo, no son seres carentes de pasiones o que han sometido las pasiones, sino quienes las han cultivado y las han comprendido.”

En ese escenario, desencantados del cristianismo, y debido a la guerra de Vietnam, en el siglo pasado muchos volvieron sus ojos a oriente, fascinados por la figura de Siddhartha, el Buda sentado, los monjes zen con su sabiduría de lo simple y la versión hippie de la paz. En Drew University, Madison, N.J., junto con Arturo Valenzuela, consejero para Latinoamérica en el gobierno Clinton, alguna vez fuimos invitados a almorzar por un budista gringo, sui generis, el Prof. Kimball. Allí, sorprendidos, aprendimos que un buen almuerzo puede estar adornado con flores de loto, representando su belleza el símbolo de lo que puede crecer en la inmundicia de un pantano en medio de la selva: la redención del hombre. En sus clases de filosofía aprendimos que los budistas se refieren a la vida como la ‘escuela del dharma’ con cinco preceptos básicos de “lo que todos los budistas deben hacer”, siendo los siguientes los más comunes para considerarse verdaderos discípulos del Iluminado:

1. Acepto el principio de adiestramiento de abstenerme de matar.
2. Acepto el principio de adiestramiento de no tomar lo que no me ha sido dado.
3. Acepto el principio de adiestramiento de apartarme de malas conductas sexuales.
4. Acepto el principio de adiestramiento de apartarme de la mentira.
5. Acepto el principio de adiestramiento de abstenerme de ingerir intoxicantes.

Algunos budistas occidentales han formulado los equivalentes de dichos preceptos, así: con acciones de amor y bondad purifico mi cuerpo; con generosidad purifico mi dinero; con tranquilidad, sencillez y contento purifico mi voluntad; con una comunicación veraz purifico mi habla; con una conciencia clara y lúcida purifico mi mente. De esa manera realizamos un cambio en nuestro modo de vivir dotándolo de una expresión práctica adaptada a cada circunstancia. Lo anterior sería la ‘traducción’ religiosa, idealista, de muchos artículos de nuestra Constitución Política. Así, se podría crear un nuevo partido ‘político’ para ‘refundar’ la patria.

Teniendo en cuenta lo anterior, si las formulaciones políticas sobre la paz, se expresaran desde una intención consciente de transformación, la moralidad convencional que echamos de menos dejaría de ser un precepto asumido desde la libertad individual o social y se convertiría en un principio de adiestramiento libremente asumido para transitar el sendero de la paz. En el nivel provisional, los nuevos miembros del ‘partido pacifista’ asumirían los preceptos e intentarían vivir de acuerdo con ellos para alcanzar una mejor comprensión de la paz; es decir, intentarían practicarlos para comprobar cómo afectan sus vidas. En el nivel efectivo, el individuo se comprometería a vivir según los preceptos y, aunque todavía se sintiera atrapado en sus viejos hábitos, realizaría un esfuerzo coherente para vivir de acuerdo con una ética de la paz. En el nivel real, sus acciones cotidianas se corresponderían con los preceptos de forma natural y se convertirían en una expresión del modo de ser del individuo. Así, los preceptos describirían el comportamiento natural, libre y espontáneo de los miembros de ese nuevo orden social de los pacifistas verdaderos.

Eso fue lo que ocurrió, con otros nombres y circunstancias, en el siglo primero cuando muchos judíos que se comportaban de manera diferente debido a un ideal de vida inspirado por Jesús “se reunieron con la iglesia por todo un año, y enseñaban a las multitudes; y a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía.” (Hechos 11:26) Es decir, la conducta inspiró el nombre, no la afiliación, el interés, o la cuota política.

En ese nuevo ‘partido’ del siglo 21 se comprendería entonces que verse privado de la paz significaría privarse, al mismo tiempo, de todo cuanto uno quiere, pues la voluntad de vivir es común a todos los seres vivos. No aceptar este principio ‘político’ representaría la contradicción más importante de la regla de oro que reza: “Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti”. Pues, si a todos los seres vivos les aterroriza el castigo; temen a la muerte; si todos somos iguales, nadie debería matar al prójimo, pues para todos, la vida es un bien preciado, irremplazable.

En el budismo' religioso’, la regla de oro no se circunscribe al dominio exclusivo de la humanidad, pues respeta la voluntad de vivir de todos los seres sensibles. Cuando matamos o dañamos al prójimo, o a otro ser vivo, de cualquier forma consciente, dejamos de identificarnos con él como ser vivo, lo vemos sólo como un objeto intrínsecamente separado de nosotros. Esto refuerza la dicotomía sujeto/objeto y nos conduce a un estado de penosa limitación, de soledad, de exclusión de algo precioso, llamado humanidad, universo. Ese es el infierno.

Así pues, cuando matamos, no sólo privamos a otro de lo que le es más preciado, sino que también nos dañamos a nosotros mismos. El amor, identificación emocional de los demás con nuestro yo, elimina las fronteras entre nosotros y el mundo, proporcionándonos una experiencia más rica y profunda de la vida. Los budistas no sólo se abstienen del asesinato y otros actos de violencia, sino que tampoco abortan ni fomentan el aborto. Por lo general son vegetarianos, les preocupa el medio ambiente, el bienestar de otras especies y no toleran el comercio de armas o cualquier otro producto que perjudique a los seres vivos. Podemos poner a prueba el vínculo hermoso de la vida, si imaginamos un astronauta aislado en el espacio, conviviendo con un pececillo dorado en una pecera; haría lo imposible por mantenerlo vivo, si lo ve amenazado. Se convertiría en ‘budista’ porque se vería obligado a compartir el vínculo de su vida con otro ser. Einstein no era ‘budista’. Sin embargo llegó, desde la ciencia, a las mismas conclusiones que Buda y Cristo.

Vemos entonces que algo le pasa a nuestra ‘censo-consciencia inteligente’ el verdadero espíritu humano que une corazón y cerebro. Algo que debe preocuparnos, si queremos afianzarnos en la paz, pues esa carencia impide ejercer correctamente muchas actividades humanas, la política incluida. Asegurémonos de que lo que hacemos y planeamos con la cabeza esté conectado con el corazón, para no aprenderlo en la escuela del dolor y el fracaso.

Cuando 45 millones de colombianos dicen que quieren la paz sin impunidad y un grupo minúsculo se convierte en ‘negociador’ de un bien, una condición arrebatada, sería bueno que entendiéramos la revelación que Jeremías recibió en un sueño (Jer. 31, 26-34) que traducida a términos del siglo 21 sería: todo ser humano tiene un ley natural inscrita en su corazón que le impide hacer fechorías; no necesita predicadores de esa ‘novedad’; quienes se apartan de esa ley mueren por su propia decisión y arrastran a muchos inocentes. Son los que han rechazado a Dios, de manera real, en su corazón en su mente. Para ellos la LEY NATURAL es una interpretación política sujeta al arbitrio de cada quien. Por eso han pervertido la paz natural causando asesinatos que algún iluso de autoridad calificó de altruistas, masacres, desplazamientos, robos, abortos, reclutamientos forzados, esclavitud sexual, perversión, pornografía, abuso de la niñez, maldad en general, en nombre de un ideal. Ahora reclaman estatus político y protección. Están locos.

No necesitamos convertirnos al budismo, al partido pacifista, ser de los católicos o cristianos reformados, de derecha o izquierda, liberales, progresistas, etc. En alguna conferencia ante empresarios decía Felipe González: “Las carreteras, la comida, los afectos, no son de derecha ni de izquierda.” De ahí que necesitemos conectar un bien entrenado cerebro racional, mediante la educación en el pensamiento crítico, (el que demuestra lo que argumenta por lo que no tiene necesidad de la violencia) con un corazón sensible, no corrompido. Por eso, siendo uribista lloro con Rafael Correa al ver al Ecuador destruido; lloro con mi ‘enemigo’ cuando ambos descubrimos la estupidez humana de robarles la comida a los niños. Él armará un alboroto izquierdista con derroche de marxismo edulcorado; yo organizaré una protesta en el cerebro de los pensantes, sin necesidad de que nos tiren gases lacrimógenos y rezaré por justicia y misericordia. Me esfuerzo en llevar y cumplir la ley de Dios en mi corazón, como lo hacen 45 millones de colombianos. No tenemos necesidad de que nos prediquen sobre la paz.

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