Menores de todas las edades, a lo largo y ancho de Colombia, son afectados por maltratos gravísimos y desprotección indignante. ¿Qué esperar en una nación de niños tan vulnerables?
Desde las tierras desérticas de La Guajira y las selvas de Chocó, hasta las calles de Bogotá y las laderas de Cali y Medellín, llegan cada semana noticias de niños que sufren hambre, sed, infecciones, violencia intrafamiliar, engaños en internet y abusos sexuales, e incluso asesinatos brutales, como acaba de ocurrir en el municipio de La Estrella. Este país encierra mundos muy peligrosos para ellos.
Historias de facetas aterradoras: el panorama de chicos famélicos sobre las polvaredas de las rancherías o la urgencia de los pequeños indígenas y afros que viajan en botes río abajo buscando una pastilla que detenga fiebres, diarreas y vómitos.
La aparición de un menor de 11 años, en el fondo de un barranco, en la vereda La Saladita, al sur del Valle de Aburrá, con señales de una bestialidad extrema, y la captura en la capital del país de un ingeniero que mediante una red social engañaba a adolescentes de 12 y 13 años, para hacerles fotos de pornografía infantil, extorsionarlas y abusar de ellas sexualmente, obligan a preguntar ¿qué pasa y quién protege a los niños? ¿Acaso no es la infancia la depositaria de nuestra esperanza y futuro?
Hace apenas unas horas la policía y las directivas de un colegio en Itagüí, con apoyo de los padres, hicieron un operativo y hallaron drogas ilegales para el consumo y la venta. Los menores se ven rodeados por mercaderes sin escrúpulos que les proveen alucinógenos para volverlos adictos y esclavos de un comercio criminal.
Hay que detenerse en estos episodios, describirlos y enfrentarlos con gran pena y malestar, porque es deber de todos preocuparnos y actuar frente a un cuadro tan amplio de abusos y riesgos.
Era necesario endurecer las penas contra los autores de abusos físicos y sexuales contra niños. Es pertinente alzar la voz y denunciar la hambruna y la desnutrición de los pequeños wayúu. Este diario acaba de publicar las entregas de un informe especial que retrata la desprotección y la vulnerabilidad de la infancia en el extremo norte del país, en gran parte originada en la débil estructura del Estado, larvada además por la corrupción y la desidia. En los testimonios recogidos, que relatan cómo los niños agobiados por la sed toman agua de mar, se comprueban décadas de abandono y ausencia gubernamental.
Pero el espectro de violaciones a los derechos de los niños es tan amplio que la reflexión sobre la situación de la infancia no se agota en La Guajira, Arauca o Putumayo.
Se trata de una crisis transversal, una realidad inquietante que cruza por la generalidad de las ciudades y los departamentos colombianos. Cualquiera de estos casos increíbles y atroces servirían para escandalizar a una sociedad decente, a una nación cuyo Estado entienda sus obligaciones superiores frente al bienestar de los niños. Y debería, por supuesto, movilizar al conjunto de los ciudadanos.
Menores sin afecto, reclutados por el crimen organizado. Niños sin leche, sin galletas, sin pan, sin agua. Chicos expuestos a los abusadores de toda laya o blanco de redes de corruptores y pedófilos. ¿Así para dónde vamos, Colombia?
Qué doloroso resulta tener que poner el dedo en esta llaga de nuestra sociedad. Qué chocante este ejercicio de conciencia, pero cuán necesario y demandante de la acción de la institucionalidad pública y privada y de una comunidad que no puede guardar silencio ni pasividad ante tal grado de afectación de sus niños.
Ojalá en el Gobierno y el Congreso, en las empresas, en los colegios, en las casas, alguien se entere de todo lo que pasa con nuestra infancia. Hora de despertar, país.