Los orígenes

Dada su heterogeneidad, parece imposible que la comisión de historiadores y violentólogos ensamblada por pedido de la mesa de La Habana llegue a un consenso sobre los orígenes del conflicto armado colombiano. Sin embargo, el tema es importante y conviene hincarle el diente.

La clave está, creo yo, en distinguir entre el origen del conflicto y el origen de sus actores, en particular de las Farc, porque son muy distintos. La teoría marxista distinguió siempre entre las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas. Su determinismo decía que lo segundo era la forma cualitativa e inevitable de lo primero, idea que hoy sabemos sacada del cubilete.

Sí, tras la época de la Violencia, que aparte de matar a cientos de miles de compatriotas creó un desplazamiento humano caótico hacia zonas de frontera, el país objetivamente tenía un gravísimo problema socioeconómico derivado en gran parte de una agresión estatal contra la población, agresión que nuestra débil democracia fue incapaz de frenar. El Frente Nacional, con su milimetría excluyente, no resolvió ni podía resolver este conflicto.

En los años sesenta había, pues, un abundante caldo de cultivo para todo tipo de confrontaciones sociales, a veces violentas. En paralelo, la Revolución cubana espesó el caldo de cultivo subjetivo de la Guerra Fría, que provenía de la URSS, de China y de la especulación radicalizada de algunos académicos del primer mundo. Sartre, por ejemplo, creía en las virtudes regenerativas de “la partera de la historia”. En cambio, no se debatían las bondades del modelo sueco, pese a su prosperidad igualitaria. Para muchos, Suecia era apenas la patria neurótica de Ingmar Bergman.

Se creó entonces el mito revolucionario de “nos obligaron”. Pero, no, nadie obligó a Camilo Torres a irse al monte, a Jacobo Arenas a volverse un marxista-leninista radical y a Tirofijo a secuestrar y luego asesinar a Harold Eder. Los tres, y sus miles de seguidores, escogieron libremente su camino. Se necesitaba un cambio, sí, pero ¿por qué tenía que ser una revolución sangrienta? Fueron los líderes quienes optaron por ella apoyándose en la popularidad ideológica de las tesis maximalistas de Reforma o revolución (1899), el libro de Rosa Luxemburgo. Marx, más poético, decía: “todo lo que existe merece perecer”. Cualquiera que haya pasado por las universidades colombianas en los setenta recordará que al llamarlo a uno “reformista” lo estaban insultando.

Dicho esto, la debilidad y la pobreza endémicas del Estado colombiano, o sea las condiciones objetivas —incluida nuestra endiablada geografía, casi que mandada hacer para la lucha armada—, favorecieron por un tiempo al modelo revolucionario. Pronto esta debilidad estatal fue mutando en condición subjetiva reaccionaria, al punto de que cabe achacarle el segundo conflicto: el paramilitarismo. Como el Estado no protegía a la gente en muchas partes, grupos grandes y poderosos de varias regiones del país pasaron al ataque y conformaron estos grupos salvajes. Una segunda vertiente de la misma debilidad estatal permitió que Estados Unidos nos impusiera una prohibición absurda, de la que surgió el narcotráfico, cuyos raudales de dinero enriquecieron a los grupos ilegales y agudizaron todos los conflictos.

De modo que están muy desorientados quienes piden un Estado débil en Colombia. Sin instituciones fuertes, legítimas, democráticas y audaces, el conflicto podría perpetuarse.

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