Los sinsabores de los acuerdos

Los textos de La Habana se parecen más al trazado de ríos de leche y miel antes que a una hoja de ruta para un exitoso posconflicto.

Aunque recuerdo las patéticas imágenes de oleadas de colombianos saliendo del país producto del desastroso manejo del proceso de paz de Pastrana, combinado con la ruina económica que dejó Samper, he considerado necesario apoyar las negociaciones que adelanta el gobierno Santos con las Farc, porque han sido conducidas con aguda pericia.

Derivado de ello, el proceso ha tenido muchas otras virtudes, como la persistencia del gobierno para doblegar resistencias institucionales y políticas, la creación de confianza entre los equipos negociadores —a lo cual han contribuido con amplitud el estoicismo de Humberto de La Calle y Sergio Jaramillo— y la aceptación, finalmente, de las Farc a desmovilizarse y de la institucionalidad estatal.

Pero si bien fue acertada la publicación de los textos completos de los acuerdos sobre los tres primeros puntos de la agenda, el problema de las negociaciones con las Farc en La Habana no corre por cuenta de los rumores. La falta de apoyo al proceso parece residir en un persistente descreimiento de los ciudadanos hacia la idea de que la firma de la paz va a conllevar al aumento de la seguridad y el bienestar.

Un escepticismo que se suma a los numerosos sinsabores que deja una revisión en detalle de los acuerdos en materia de desarrollo rural, participación política y cultivos ilícitos.

En primer lugar, a excepción del compromiso para la actualización del catastro, que elevaría los ingresos de los municipios por impuesto predial, lo demás es asistencialismo puro y duro. Se crearía tal cantidad de planes y programas que empleo público habría por montones. Cabe, sin embargo, preguntarse de dónde saldrían los recursos, qué tan sostenible es tanta belleza, sobre todo ahora que el contexto económico internacional es menos favorable; si no, se terminaría en un simple 'derroche de retórica'.

En segundo lugar, el ex vicepresidente de La Calle dijo en noviembre pasado que era falso que las circunscripciones especiales de paz fueran para las Farc. Pero en realidad sí lo son porque “los partidos que cuentan con representación en el Congreso no podrán inscribir candidatos” para dichas circunscripciones, además de que sería imposible disputarle esas curules a las Farc en medio de la telaraña de organizaciones locales que promueven los acuerdos y que estarán bajo su control. Si bien no se dice expresamente que son para las Farc, como reza el adagio “blanco es, gallina lo pone y frito se come”.

Tercero, según se desprende de los textos, las Farc apostarán por participar en elecciones “a ver si les suena la flauta”; pero, antes que convertirse en un partido político con vocación de poder, buscan ejercer control sobre múltiples movimientos proclives a la protesta permanente. Olvidan que en contextos de posconflicto, así como la Fuerza Pública debe evolucionar desde una concepción centrada en el combate al enemigo, las organizaciones de la sociedad civil también deben remontar el tradicional comportamiento de confrontación y denuncia política.

Cuarto, desligar la obtención y conservación de la personería jurídica de los partidos y movimientos políticos del requisito de la superación del umbral en las elecciones de Congreso va a abrir una enorme tronera por la que volverán a proliferar movimientos políticos de ‘garaje’ y avales por doquier para las elecciones locales, como sucedió en los años noventa y que impactarán negativamente la gobernabilidad. Eso además va en contravía de la reforma al equilibrio de poderes que se discute en el Congreso.

Quinto, los programas de sustitución de cultivos ilícitos serán voluntarios y la actuación coactiva del Estado queda supeditada a la autorización de asambleas comunitarias. Esto, sumado al ejército de funcionarios requerido para atender el engorroso proceso de concertación, se constituirá en una camisa de fuerza que en el mejor de los casos lo hará inoperante.

Sexto, aunque no es claro, el lenguaje de los textos sugiere que se asume la pretensión de autorizar nuevas zonas de reserva campesina, una figura que no solo socava la unidad territorial, sino que a la larga es tan eficiente que uno de los emblemas de la Revolución Mexicana, como fue el ejido, terminó por ser reformado en 1991.

Y séptimo, los múltiples planes y programas que se crearían, subordinados a consensos y autorizaciones de asambleas comunitarias, apuntan a duplicar e incluso someter la estructura municipal en las regiones en conflicto.

Así, pese al vasto esfuerzo del gobierno por sacar adelante las negociaciones de paz, los acuerdos parciales de La Habana se parecen más al trazado de ríos de leche y miel y a la espera de que el Estado haga todo antes que una hoja de ruta para un exitoso posconflicto.​

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