Maduro y los errores del castrismo

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El político y embajador panameño Guillermo Cochez no se anda con chiquitas. Decidió jugarse su carrera a cuenta de denunciar los atropellos, tropelías e iniquidades de un gobierno que sabe espurio, de un régimen que sabe nefasto y de unos gobernantes que sabe forajidos. Sabe lo que nadie ignora y conoce, como el resto de sus compañeros diplomáticos que hacen vida en la OEA,  exactamente los mismos entresijos y antecedentes de una pandilla camorrera que ofende el buen nombre de un país y el prestigio de un continente. De los que él no tiene la menor responsabilidad.

Pues si los embajadores de la OEA, tan enterados como Willy – nombre con el que le conocen sus amigos -, tuvieran una mínima dosis de honorabilidad, decencia y la hombría que a él le sobran – así les falten a su gobierno – 28 millones de venezolanos y muchos más millones de ecuatorianos, nicaragüenses, bolivianos y argentinos, hubieran podido librarse de la inmundicia que, como una peste negra o una lepra, se ha extendido por América Latina desde que la clase política venezolana olvidara sus responsabilidades y permitiera que una pandilla de malandros asaltara el poder de la que un día fuera una ejemplar república democrática.

Es en defensa de esa República, haciendo honor de gratitud a la generosa acogida que los venezolanos le brindaran en tiempos sombríos para el istmo, que actúa el bondadoso corazón de este caballero de adarme, fueros y principios, como se les conoce cada día menos en un continente agobiado por la corrupción, la estulticia y la mediocridad.

Del Chile de mis tormentos ya he escrito demasiado. Pero a la sombra de la honorabilidad de Willie Cochez no se salva ningún país de la región. Insulza pasará a la historia de la infamia de la diplomacia regional. No se hable de Brasil ni de Argentina, babosos de castrismo. De México, muy lejos de sus antecedentes solidarios. De Colombia mejor callar, que sus intereses limítrofes le afilan los colmillos y le despiertan sórdidas apetencias.

No recuerdo otra época más sinuosa, turbia y nefasta en la historia de las relaciones internacionales de América Latina. La crisis global que afecta los principios de una civilización en decadencia se ha cebado con la mezquindad de unos países que se enriquecen materialmente para caer en las redes de la corrupción, el sórdido materialismo, la carencia de valores y la más crasa miseria espiritual.

Carlos Rangel escribió en una de sus más famosas obras que la historia de América Latina era la historia de un fracaso. No le cambio una coma. Han pasado 30 años desde entonces, y el fracaso asume caracteres apocalípticos. No hablemos de Venezuela, ni de un sátrapa al servicio de una tiranía extranjera de dudosos orígenes.

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Que a 100 días de un gobierno desastroso, si bien no tan desastroso como los casi 5.000 días de engaños, mentiras, farsas, trácalas, ruindades e inmundicias de su promotor y mecenas, se considere que la escogencia de Maduro fue un error de Chávez, suena cuando menos a ligereza.

En primer lugar, si a ver vamos, el error no fue de Chávez, fue de los hermanitos Castro, a cuyo arbitrio el agónico Hugo Chávez había entregado la suerte de Venezuela, las decisiones sobre la poca y miserable vida que le restaba y la catastrófica herencia que dejaría. Y para los Castro, no había en Venezuela otro infeliz a quién dejar a cargo de la administración de la satrapía que a Maduro. De cuya absoluta carencia de iniciativas, orgullo personal y patriotismo estaban sobradamente convencidos. Sabían, y no se han equivocado, que la Venezuela bajo control de Maduro y el Ministro de Defensa que ellos escogieran – la señora de la Marina a la que le entregaron la sub comandancia de las fuerzas que ellos controlan con sus generales de más confianza – no se les iría de las manos.

¿O alguien cree que un par de tiranos que han sido capaces de arruinar una de las más florecientes posesiones hispanas dejadas por el retiro del Imperio, tendrían algún interés en poner al frente de la satrapía a un ejecutivo exitoso, dotado y experto como para sacar a flote a la primera potencia petrolífera de la región? Para los Castro, la prosperidad y la fortuna son pecados capitalistas. La pobreza, incluso el hambre, la miseria y la hambruna, son virtudes socialistas. Tan es así que han insistido en que Chávez no les de más de lo estrictamente necesario para mantener pobres a los pobres. Que en cuanto prosperan pretenden independizarse. Salvo que pertenezcan a la corruptocracia.

De modo que controlando absolutamente todas las instituciones del Estado, pero particularmente el ministerio de guerra y represión, el ministerio electoral, la justicia del horror y PDVSA, todo lo demás les sincuida. Ya le cortaron las ínfulas a Cabello, cuyos latrocinios, robos, desfalcos, y cuentas corrientes tendrán a muy buen recaudo; y tendrán controlado a Rafael Ramírez, con suficientes pruebas documentales de sus saqueos, desviaciones hormonales y enriquecimiento personal. De modo que Maduro es el hombre perfecto de un caudillo imperfecto.

Pues para los Castro, Chávez fue un caudillo imperfecto. Se murió, y eso es prueba suficiente de que, como Lenin, estaba condenado a caer en manos de un pobre infeliz, suficientemente inescrupuloso, cobarde y analfabeta como el que le impusieron a Chávez.

Saben los Castro que el país está al borde del estallido. Que Cabello tiene pretensiones desmedidas y sus ambiciones podrían incluso llevarlo a declarar la Independencia. Que a la oposición hay que conformarla con elecciones a granel, represión entibiada y una mascarada de normalidad legal y apacible. Y seguir cociéndola a fuego lento. Para todos esos propósitos, Maduro era el cocinero perfecto: romo, mediocre, arrastrado, sapo, incapaz de jugar un juego político propio. Va cuando lo llaman, escucha en silencio, no amenaza a nadie, sigue ciegamente la línea que se le impone y es lo que en criollo se llama “el jalabolas perfecto”.

¿Error de Chávez? Yo te aviso, Chirulí.

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