Maduro

De Maduro ha pasado a la historia su remedo errático de Hugo Chávez, su fiasco. De él se olvida la parábola que protagoniza. Toda ideología es una ficción: una frontera riesgosa.

De Maduro ha pasado a la historia su caricatura: su meneo triste al compás de La pollera colorá (“yo a Colombia la amo”, dijo, en su sudadera tricolor, luego de cerrarles la frontera en las narices a los colombovenezolanos) ante una multitud picada que coreaba “¡Maduro, avanza, que el pueblo no se cansa!”. De Maduro ha pasado a la historia su remedo errático de Hugo Chávez, su fiasco. Pero conviene saber que a sus 53 años no es solo ese vicepresidente retraído metido a presidente belicoso que se toma demasiado en serio su irreverencia, sino también el niño roto que se sumó a la izquierda a los 12, el chofer de bus que en 1993 peleó a muerte por la liberación de “el Comandante eterno”, el discípulo amado que ganó la presidencia de Venezuela por muy poco –7’587.532 contra 7’363.264–, pero la ganó, luego de una campaña desigual que fue en todos los sentidos el fin de los funerales de su Chávez.

De Maduro se olvida la parábola que protagoniza. Toda ideología es una ficción: una frontera riesgosa. Y el chavismo –ese populismo reaccionario que por quince años malgastó el superávit de su país para perpetuarse en el poder– supo contarles a “los descendientes de los derrotados de siempre” que Venezuela traicionó al bienaventurado Bolívar de 1830 a 1999; que la mayoría electoral era un levantamiento popular contra “la Cuarta República”, y cada elección un “operativo exitoso”, que permitía abatir pluralidades, cercar voluntades e intimidar minorías; que el pueblo no era “un poco e’ gente ahí”, sino una respuesta, sentida “hasta en las vísceras”, al capitalismo inoculado por el imperio yanqui. Pero en el 2013 ya no hubo “Comandante eterno”, “¡exprópiese!”, ni dinero para seguir en las urnas la batalla por la revolución bolivariana.

Y el 70 por ciento de ese “poco e’ gente”, que votará empobrecida en diciembre, se salió de la película. Y ni el “líbranos de la maldad del contrabando”, del “Chaveznuestro que estás en los cielos…”, fue escuchado.

Y el parodiado Maduro se sacó de la manga a su enemigo número uno –“el yanquiuribismo” que, según dice, va a matarlo– porque el apogeo del populismo es una guerra.

Apareció el contrabando como una mancha recién descubierta por la guardia corrupta a cada lado: “¡oh..!”. Vino el cierre cruel de la frontera. Continuó la expulsión trágica, violatoria del derecho internacional, de 9.900 víctimas que un día amanecieron convertidas en colombianos. Ocurrió esta esquizofrenia apoltronada tan de acá, “¡Maduro es un Hitler!”, “¡Uribe es un Uribe!”, “¡Santos es un arrodillado!”, “¡Samper es un traidor!”, “¡que viva Gaviria!”, “¡que viva Colombia!”, “¡castrochavismo!”, seguida de mil likes. Se perdieron los pliegues, las zonas grises. Se pidió cordura a los gritos. Se supo que “diplomacia” no era sinónimo de “postración” ni “hipocresía”, pero luego ya no. Se hizo el ridículo en la OEA. Se vio a Colombia, en plena campaña, como una cueva de hampones que ha corrompido a su vecino. Y viceversa.

Seguirá Maduro en su república sin libertades, en su ficción: qué más le queda aparte de hundirse en la impopularidad con su barco populista. Colombia puede mientras tanto –aparte de redescubrir la complejidad de su vecino y de negarse a menospreciar a Venezuela– unirse en la defensa pero también en la crítica de esta nación; admitir que podría llenarse un estadio con sus desaparecidos; reconocer el paramilitarismo; traer al interior, por fin, esa frontera; librar al periodismo de la tentación del activismo; aceptar que la caridad es la solidaridad a destiempo; dejar de remplazar al Estado por el patriotismo e insistir en la ficción noble de la democracia. Pase lo que pase a su lado, en fin, Colombia puede ser el país decente que declara ser.

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