Magistrados

Quizás la idea sea decir que la política es el gran riesgo de la Rama Judicial. Tendrían que haberle dicho no, si en verdad eran juristas, a ser magistrados entre comillas.

Créanme que estos tipos que salen en la prensa no son magistrados. Pretelt, Escobar Gil: no lo son. Cuando yo era niño e indocumentado conocí a los verdaderos en los pasillos del viejo Palacio de Justicia. Y puedo jurarles que eran unos profesores cegatones cargados de expedientes, alérgicos a los periodistas desbocados y cercados por sus bibliotecas. Vivían pendientes de las lecciones de la historia para poner en su lugar a las noticias de última hora. Eran hombres y mujeres de puertas para adentro, como los científicos que no tienen tiempo que perder y los maestros que pueden dedicarle la vida a corregir un solo párrafo del mundo, y lo peor que podía decirse de ellos era lo peor que puede decirse de cualquiera –que algunos serían arbitrarios, rosqueros e ineficientes–, pero solían estar dentro de la ley.

No se veían forzados a declararse honestos en los programas de la mañana. No llevaban a cuestas el calificativo “polémico”, como en el ejemplo “el polémico empresario Giorgio Sale”, en los titulares tristes de la prensa.

Quién puede olvidar, así no lo haya vivido, que los mataron en su Palacio de Justicia: “necesitamos urgentemente que cese el fuego por parte de las autoridades”, dijo, en vano, el presidente de la Corte Suprema.

Pero fue en la noble Constitución de 1991 donde quedó fijada la decadencia de los magistrados. Pues, con la ilusión de que no abusaran de su sana independencia –para que no escogieran a dedo a su remplazo, ni postularan como les diera la gana a los miles de funcionarios de la Rama–, en la Constituyente se tomó la fatal decisión de que ya no solo se nombraran entre ellos, sino con la intervención del Senado y del politizado Consejo Superior de la Judicatura. Y entonces, con ustedes, el fin de la autonomía, el fin de la probidad: los politiqueros que escogen a los jueces de los jueces, los falsos concursos de méritos, los pagos de favores a los congresistas, los magistrados reducidos a cuotas políticas de los gamonales, las puertas giratorias, los impedimentos a granel: el clientelismo judicial, en fin, y el 83 por ciento de imagen negativa.

Ya en 1992 se hablaba de la politización de los jueces como de un sino ominoso: “para allá van”, oí. Pero fue en el 2000, apenas el Congreso eligió a tres tristes magistrados del Consejo de la Judicatura postulados por el presidente Pastrana –y cada cual negaba su propio delito: acoso sexual, negocios con el cartel de Cali, falsedad de documentos–, cuando fue evidente que era urgente una reforma de la justicia: hace quince años… Ese magistrado Pinilla, que en el 2000 decía a la prensa que era “un gran riesgo” que los políticos gobernaran la Rama Judicial, se convirtió en este exmagistrado Pinilla que declara en la radio que si algo le llegara a ocurrir podríamos contar con que detrás se encontrarían los vecinos de finca de su excolega Pretelt.

No es cierto que la crisis de la Corte Constitucional sea peor que la toma del Palacio de Justicia, como dijo el expresidente Pastrana –cómo se le ocurre–, pero quizás la idea sea decir que la corrupción es una forma de la violencia, que ser un juez vendido es peor que ser un médico flojo, que la política es el gran riesgo de la Rama Judicial. Tendrían que haberle dicho no, si en verdad eran juristas, a ser magistrados entre comillas: deberían haberse negado a rogar, a reptar, a organizar comiditas, a hacer campañas, a pedir puestos. Pero, ya que no fueron capaces de la dignidad –y ya que la reforma del equilibrio de poderes solo les devuelve algo de independencia a la Corte Suprema y al Consejo de Estado–, podrían irse todos en silencio, sin enlodar inocentes, como quien recobra la nostalgia de la ley, como quien deja a la justicia en paz.

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