¿Marco jurídico para la paz o para la impunidad?

El tema de discusión más importante hoy en Colombia tiene que ver con la iniciativa de reforma constitucional que pretende introducir en nuestro ordenamiento la figura de la justicia transicional, con miras a establecer un marco jurídico para la paz con las guerrillas, según dicen sus promotores, o para su impunidad, según piensan sus detractores.

 

De acuerdo con su tenor literal, el propósito que lo anima es facilitar la terminación del conflicto interno y sentar las bases de una paz estable y duradera, afianzada en la garantía de no repetición de los hechos de violencia que lo configuran, en la seguridad para todos y, en la medida de lo posible, en criterios de verdad, justicia y reparación.

 

Pero su evaluación requiere que separemos la paja del grano, pues una cosa son las buenas intenciones, las palabras rimbombantes y los fuegos artificiales, es decir, la garrulería que suele rodear en estos tiempos a la normatividad jurídica, y otra muy distinta lo que strictu sensu en derecho se propone.

 

Esto último tiene que ver con atribuciones que se otorgan, derechos que se conceden, deberes que se imponen, procedimientos que se establecen, conceptos que se definen y de los que se aspira a extraer consecuencia normativas.

 

Son estos contenidos los que permiten juzgar a priori los méritos de esta propuesta de reforma constitucional, con miras a calibrar sus ventajas y desventajas.

 

Salta a la vista la vaguedad del proyecto, pues está elaborado en términos que se prestan a toda suerte de especulaciones.

 

Ello ha dado lugar a que los encargados de explicarlo no puedan ofrecer respuestas nítidas acerca de distintas hipótesis muy concretas sobre las que se les ha preguntado.

 

Por ejemplo, uno de mis corresponsales de Twitter , @majagual, se quedó en las nubes cuando le pidió al Presidente de la Cámara de Representantes que le respondiera si Timochenko y otros de sus pariguales podrían resultar beneficiados con la cesación de acciones penales en su contra y ser elegidos para el Congreso. El inefable Simón Gaviria no supo qué decirle.

 

Pero dentro del contexto nebuloso y hasta críptico de sus voces, cabe identificar algunas líneas conceptuales que a decir verdad suscitan más inquietudes que confianza.

 

Como dije, el proyecto parte de la base del reconocimiento de que en Colombia padecemos un conflicto interno en el que hay partes que despliegan hostilidades recíprocas.

 

No hay que ser muy perspicaces para entender que las autoridades legítimas de Colombia y las organizaciones guerrilleras se consideran como partes para todos los efectos, uno de los cuales es su equiparación política y jurídica.

 

De ahí al reconocimiento constitucional del estatuto de beligerancia en favor de los guerrilleros sólo media un paso.

 

Pero, no obstante esa equiparación de autoridades y guerrilleros como actores de un conflicto, seguidamente se habla de que “La ley podrá autorizar un tratamiento diferenciado para cada una de las distintas partes que hayan participado en las hostilidades”.

 

¿Querrá decirse entonces que las soluciones de justicia transicional podrían ser unas para los guerrilleros y otras para los agentes de la autoridad? ¿Y en qué podrían consistir esas diferencias de tratamiento? ¿Seguirán la tónica que ya se ha impuesto en la esfera judicial, que es implacable con la fuerza pública, pero condescendiente con los narcoterroristas y sus aliados?

 

El núcleo del proyecto es la adjudicación de atribuciones al Congreso para que mediante ley regule la justicia transicional, dentro de los criterios que en el texto se consideran.

 

El Presidente de la Cámara ha dicho que se expedirá después una ley estatutaria y ojalá que así quede establecido con toda claridad, pues se trata de un dispositivo jurídico más exigente que la ley ordinaria.

 

El proyecto no se ocupa de la definición de la justicia transicional, pues parece darla por sentada. Pero suministra algunas claves para entender su sentido.

 

En primer lugar, dice que puede comprender instrumentos judiciales y extrajudiciales. Estos últimos implicarán, entonces, la administración de justicia penal o de equivalentes de ella por organismos y autoridades que no hagan parte de la rama jurisdiccional, lo que entraña una modificación de tal índole que bien podría pensarse que roza las cláusulas pétreas que según la Corte Constitucional configuran la esencia de nuestra Carta Política.

 

En efecto,  la justicia penal en manos de autoridades políticas les confiere a éstas poderes exorbitantes que no sólo contrarían principios básicos de nuestra tradición liberal, sino que ponen en vilo los derechos fundamentales.

 

Es verdad que hay antecedentes de ejercicio de funciones jurisdiccionales por autoridades del orden ejecutivo, pero se refieren a causas de menor entidad, a indemnizaciones, a ciertos asuntos técnicos de orden comercial, y no a grandes causas penales.

 

El proyecto no discierne con precisión cuáles asuntos serían del resorte de los instrumentos judiciales y cuáles serían de los extrajudiciales, tema que quedaría deferido a la ley.

 

Se limita a decir que unos y otros permitirán garantizar los deberes estatales de investigación y sanción, y que, en todo caso,  se aplicarán mecanismos complementarios de carácter extrajudicial para el esclarecimiento de la verdad y la reparación de las víctimas.

 

De todas maneras, la implementación de esos mecanismos extrajudiciales concentraría en manos del Gobierno tal suma de atribuciones que haría de sus agentes unos verdaderos dictadores.

 

En segundo lugar, dice el proyecto que “Los criterios de priorización y selección son inherentes a los instrumentos de justicia transicional.”

 

Estos criterios jugarían para decidir contra quiénes podrían adelantarse acciones penales y a quiénes se excluiría de las mismas.

 

Como de entrada se otorga a la Fiscalía el cometido de determinar los criterios de priorización para el ejercicio de la acción penal, surge la duda de si la ley podría imponerle sus propios criterios a aquélla. Siendo así, el poder del Fiscal sería enorme.

 

Aquí aparece lo más discutible, pues la priorización y la selección conllevan cesación de acciones penales, suspensión de penas o subrogados de las mismas a través de los instrumentos extrajudiciales.

 

A este respecto , se propone lo siguiente:

 

“En el marco de la justicia transicional, sin perjuicio del deber general del Estado de investigar y sancionar las graves violaciones a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario, el Congreso de la República, por iniciativa del Gobierno nacional,  podrá mediante ley determinar criterios de selección que permitan centrar los esfuerzos en la investigación penal de los máximos responsables de delitos que adquieran la connotación de crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra; establecer los casos en los que procedería la suspensión de la ejecución de la pena; y autorizar la renuncia a la persecución judicial penal de los casos no seleccionados.”

 

A primera vista, tal como lo han dicho reiteradamente los defensores de esta iniciativa, no habría impunidad para los autores de crímenes de lesa humanidad o de guerra, pues los criterios de selección se centrarían precisamente en los responsables de los mismos.

 

No obstante ello, todo dependerá de los criterios de selección que adopte la ley. Además, el texto no advierte que los procesados por crímenes de tamaña gravedad no podrán gozar de los beneficios de la aplicación de instrumentos extrajudiciales, que por no tener la connotación de sentencias penales tampoco mediarían como impedimentos para la elegibilidad.

 

El texto citado da la impresión de que los cabecillas del narcoterrorismo serán juzgados y condenados, cuando, por obra de la aplicación de los instrumentos extrajudiciales que se establezcan, en realidad  podrían librarse de sanciones penales.

 

El proyecto le  confiere rango constitucional a la figura de los acuerdos de paz con grupos armados, que serán requisito previo para la aplicación de la justicia transicional a quienes se desmovilicen colectivamente. Tales acuerdos de paz sólo podrán suscribirse si mediare la liberación de secuestrados. Prevé, además, que estos instrumentos sólo se aplicarán a quienes sean parte del conflicto armado y que una vez desmovilizados no sigan delinquiendo.

 

El tema del narcotráfico brilla por su ausencia, cuando es componente insoslayable del trajinado conflicto interno. Pero, tal como viene redactado el texto, la justicia transicional sería aplicable a toda clase de delitos, siempre y cuando se los considere como ingredientes de las hostilidades.

 

Todo indica que el proyecto saldrá avante en los dos debates que restan en el Senado, en donde es poco probable incluso que se le introduzcan modificaciones, así sean de mera redacción o de aclaración de sus alcances.

 

Las grandes discusiones aparecerán al momento de tramitar la ley llamada a darle contenido y es dudoso que la maquinaria gubernamental sea capaz de filar a los congresistas a la hora de adoptar las decisiones de fondo.

 

Lo cierto es que de lo que se apruebe en las próximas semanas no saldrá todavía un marco claro que permita hablar de que se han dado pasos firmes en pro de la paz.

 

Más bien, resulta previsible que la violencia narcoterrorista arrecie al momento de la discusión de la ley, para tratar de que ésta le resulte más favorable.

 

Y quedará todavía pendiente la negociación de los acuerdos de paz, para los que la guerrilla no tiene urgencia, como en cambio sí la tiene Santos.

 

Observando la situación de éste, viene a la mente lo que el Señor le dijo a Judas al término de la última cena:"Lo que has de hacer, hazlo pronto".

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