Mediocridad y fraude

Karl-Theodor Zu Guttembertg, ministro de la Defensa en Alemania y político estrella de la centro derecha de ese país, tuvo que renunciar en marzo de 2011 cuando se supo que había copiado partes de su tesis doctoral.

No sólo eso: también perdió el título de doctor que le había otorgado la Universidad de Bayreuth.

Esas cosas no pasan en Colombia. Esta semana me escribió Alejandro Cortés, un amigo de la Universidad Eafit, para contarme que había detectado un plagio en el proyecto de ley 082 de 2014, en el cual se propone “un código de ética y régimen disciplinario” para la carrera de relaciones internacionales y afines. El proyecto, firmado, entre otros, por el senador conservador Juan Diego Gómez, tiene una pomposa exposición de motivos que resulta de la reunión amañada de textos procedentes de tres sitios en internet. Entre ellos está una página española que se conoce como El rincón del vago, en la que se cuelgan artículos que facilitan la vida de los estudiantes holgazanes. Los autores del proyecto copiaron cinco páginas textuales de ese portal y de los otros dos sitios copiaron seis páginas más, con lo cual, de las 18 páginas de la exposición de motivos, 11 son un plagio.

Los autores del proyecto podrían, en su defensa, decir que esas páginas de internet están citadas en el proyecto. Es verdad, están citadas, pero eso no las salva del plagio. Cualquier persona que haya pasado por un bachillerato debería saber que no se puede copiar un texto de otro autores sin las correspondientes comillas y sin la referencia que explique el lugar de proveniencia del texto citado.

Debería saber, digo yo, pero desafortunadamente eso no siempre ocurre. En esto del plagio domina (incluso en el Congreso) una especie de ignorancia culposa: mucha gente tiene la idea de que copiar y pegar sin comillas no está bien, pero tiene dudas sobre las reglas que rigen la citación correcta, con lo cual prefiere no averiguar para seguir haciendo lo mismo con impunidad mental. El dolo se esconde detrás de la desidia. Algo así como “mejor no me informo, no sea que haciéndolo me convierta en un tramposo”.

Esa mezcla de chabacanería y fraude (tan colombiana ella), alimentada por la explosión de fuentes electrónicas de información, explican la actual proliferación y banalización del plagio en nuestra sociedad.

Ahora bien, frente a los plagiadores aparecen dos tipos de reacciones. La primera, condescendiente con los deshonestos, opta por dejar pasar el asunto o, en el mejor de los casos, por formular una amonestación verbal. La segunda, por el contrario, tiende a ser implacable con los que cometen fraude, así sea mínimo, llegando incluso al extremo de condenar cosas como el autoplagio de un párrafo (citar sin comillas una idea que el autor escribió en un texto ya publicado) o a exigir que todo lo que se afirma tenga respaldo en citas bibliográficas (si uno escribe, por ejemplo, que la moderación es mejor que el extremismo, debería, según esto, citar la Ética a Nicómaco de Aristóteles para respaldar esa idea).

En Colombia estamos en mora de fomentar, desde los colegios, una cultura de la honestidad académica que se tome en serio la propiedad de las ideas. Esa cultura debería propiciar el rigor en la escritura y acabar (sin caer en las reacciones cínicas o moralistas de las que hablaba antes) con el círculo vicioso entre mediocridad y fraude que carcome nuestra vida social e institucional, empezando por el Congreso de la República.

Quizás sea demasiado pedir que los congresistas que incurren en plagio renuncien. Pero por lo menos deberían tener la vergüenza suficiente para reconocer sus culpas, sobre todo cuando escriben proyectos de ética profesional.

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