“Mi carta…

…que es feliz pues va a buscaros, / cuenta os dará de la memoria mía./ Aquel fantasma soy que por gustaros,/ soñó a estar viva a vuestro lado un día ”; es la historia de una dama que se despide de un compañero de viaje, con quien flirteó un año antes en El Tren Expreso (nombre de la obra) y que, habiendo convenido en que se verían tras ese lapso, sólo una carta le fue entregada al enamorado, con el desmayo romántico de que su pretendida había muerto. Poema de Campoamor.

Ya no se escriben cartas o acaso muy pocas de tono romántico. Escasea la buena letra, tan personalizada y exquisita como la de Belisario Betancur. La práctica de la escritura en caracteres de máquina enfrió la mano del escribiente o de la escribiente de antaño. Mi madre tenía una letra hermosa, genuino método Palmer.

En la segunda mitad del siglo pasado era ya imperativa la máquina de escribir (La Underwood, de la que hablaba el Tuerto López). Estoy en el predicamento de arrojar a la chimenea de mis horas frías una entrañable literatura epistolar, originaria de mi hermano, al que tanto y tantos amamos, quien me enviaba desde el Oriente del mundo unos tenues papeles de avión, sin un borrón o repisado, con textos sencillos, profundos, comprensibles. Por desgracia, demasiado personales para conservarlos, cuando ya la vida me está pidiendo que recoja y barra.

Se decía que la carta personal o afectiva debía ser escrita a mano. No sé si será en papel ni tampoco si será manuscrita la que “desde el fondo de su corazón ” le hizo llegar el presidente Juan Manuel Santos a su antiguo jefe y presidente, Álvaro Uribe Vélez. Carta histórica que se hace pública porque es una constancia, más que otra cosa, de la cual no se esperaba una respuesta positiva, no tanto porque fuera testarudo el destinatario, cuanto por la improcedencia de intención del remitente.

Tengo entre mi archivo, en la letra B, una carta de Bolívar, sin contestar (¡!); cartas famosas es lo que hay, desde las Epístolas de San Pablo, hermosísima la primera a los Corintios; cartas como la de Jamaica, del Libertador; la de Bruselas, de Carlos Lleras Restrepo; la carta de Washington, de Laureano Gómez, en que repudia desde el exilio los atentados que sufrieron los diarios y residencias liberales, así no parezca verosímil. Poseo en original de este mismo presidente la dirigida al eminente padre Félix Restrepo, S.J., académico y rector, con reparos amargos de aquellos que le ocasionó la pérdida abrupta del poder a manos de la dictadura y para regocijo de sus enemigos políticos, por ahí latentes.

Santos Calderón lega a la posteridad esa su Epístola a los Uribenses, con un resumen de su acción más osada, el apaciguamiento con la guerrilla, todo lo discutido que éste haya sido y será. Y deja expósita la discordia con su antecesor, brecha que queda abierta al porvenir.

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