Mil razones para la desesperanza

No descubro la importancia del agua en la navegación si afirmo que la situación de los campesinos en Colombia es lamentable, por muchas razones: los altos costos de los insumos agrícolas; la intervención de los intermediarios, que les compran baratas las cosechas y las venden caras al consumidor; las pérdidas por veranos, inviernos y plagas; la fluctuación de los precios por abundancia o escasez; la falta de servicios de salud y educación en el campo; la deficiente infraestructura en vías; la inseguridad por cuenta de la guerrilla, los paramilitares y la delincuencia común y las trabas para acceder a créditos bancarios.

Para la muestra no traigo un botón, sino la voz de José Leonel Atehortúa, un campesino que en el año 2000, durante un secuestro del que fue víctima, sufrió una lesión en la médula espinal por balas que impactaron su columna. Hoy no puede caminar, pero sí puede escribir y describir su situación: “En 2002 inicié un proyecto agrario con gran esperanza, profundo esfuerzo y alta dedicación. Con mi familia empezamos una pequeña empresa dedicada a la producción y comercialización de tomate de aliño, tomate de árbol, aguacate y curuba, entre otros. Inicialmente obtuvimos ayuda de Finagro a través del Banco Agrario de Colombia. Todo comenzó muy bien, trabajábamos con 50 familias, pero la ola invernal del 2010 lesionó gravemente nuestra empresa y tuvimos pérdidas avaluadas en $240.000.000. Allí iniciamos un doloroso viacrucis para poder acceder nuevamente a los créditos y ayudas del gobierno”.

Este campesino humilde, desplazado, amenazado y con una limitación física del 75 % que a pesar de todo hace patria, ha tratado de volver a ser el mediano productor que era antes, pero no ha podido resucitar pese a haber llenado un sinfín de trámites administrativos y jurídicos para rehabilitar sus fuentes de ingreso y recuperar la actividad productiva. Ya son cuatro años de ires y venires que empezaron en la Personería de El Peñol y se han paseado por el Banco Agrario, Bancoldex, el Ministerio de Agricultura, Finagro, la Defensoría del Pueblo, la Secretaría de Agricultura departamental, el Departamento de Gestión del Riesgo, la Unidad de Consolidación de la Presidencia y la Vicepresidencia de la República. Una selva de entidades burocráticas que se chutan la pelota y finalmente ninguna resuelve nada.

A las familias que trabajaban con él ahora se las ve en la represa de Guatapé cuidando carros o vendiendo dulces y cigarrillos, cuando lo que realmente saben y les gusta hacer es cultivar la tierra, no engrosar filas de desplazados e indigentes en las grandes ciudades.

José Leonel no pide que le regalen nada, solo que le presten plata para seguir cultivando y generando empleo, porque cree que el campo colombiano tiene mil razones para la esperanza y que los campesinos son la gran reserva del país. “Lo bueno de todo esto fue que conocí a muchas personalidades que dicen trabajar por el bien de este país, pero no ha servido de nada”, dice.

Yo, en cambio, encuentro mil razones para la desesperanza, consecuencia de la deuda impagada del Estado y de los gobiernos que durante décadas han sido conscientes del problema estructural del campo pero no han hecho nada por resolverlo fuera de echar carreta, hacer promesas electorales que después no cumplen y aplicar paliativos sin curar el mal de raíz. Una muestra más de que en Colombia nada funciona como debería… Excepto la delincuencia, claro.

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