Ministros devaluados

Muchos colombianos todavía no lo saben, pero el pasado martes Colombia evolucionó hacia un régimen mixto, a mitad de camino entre el presidencial y el parlamentario. Todo sucedió sin reformas constitucionales ni debates públicos. Un día después de anunciar el nuevo gabinete, vino la reforma que incluía el Ministerio de la Presidencia, en el cual Néstor Humberto Martínez estará a cargo de la “coordinación del funcionamiento del equipo de Gobierno, la relación con los partidos políticos y la agenda legislativa que el Gobierno impulse en el Congreso”. El general (r) Óscar Naranjo, ministro consejero de Posconflicto, Derechos Humanos y Seguridad, María Lorena Gutiérrez asume como ministra Consejera del Gobierno y del Sector Privado, la periodista Pilar Calderón actuará como ministra Consejera de Comunicaciones y coordinará las comunicaciones de todas las entidades del Ejecutivo.

Desde hace décadas existen consejeros presidenciales, pero en esta ocasión, no se trata del mismo escenario. La creación de un primer ministro, o ministro de la Presidencia, es un híbrido que proviene de países como Francia o Perú, donde coexisten las figuras de presidente y primer ministro. No siempre opera sin roces ni problemas, aún en estos países donde el esquema constitucional prevé este difícil equilibrio de poderes. Pero en Colombia, la propuesta es inviable, pues implica desconocer nuestro ordenamiento jurídico y además crea una innecesaria capa de burocracia. Los nuevos ministros estarán subordinados a los ministros consejeros, cuyo rol y responsabilidad legal queda sin definir. Mientras el ministro es responsable directo de la ejecución de las políticas, de las entidades vinculadas o adscritas y del gasto presupuestal, el Ministro Consejero no tiene que responder sino al presidente. Mientras el ministro tiene que responder al Congreso, los entes de control y la justicia, el Ministro Consejero responderá a los periodistas en los programas matutinos. Mientras el ministro debería ser el jefe político de la cartera que le ha sido confiada, a partir de ahora será un subordinado de un cercano al presidente que tendrá acceso y poder para imponer sus puntos de vista.

La reforma de la Presidencia tiene el sello muy propio de la actual administración. Es imperial, pues fue impuesta sin tener en cuenta la estructura de los poderes públicos ni los potenciales líos jurídicos que pueden derivarse del nuevo diseño institucional. La primera consecuencia será la de alejar, aún más, al Gobierno de la dirección de lo cotidiano. Hará más difícil las inevitables negociaciones con el Poder Legislativo, ya que es muy probable que surjan diferencias y conflictos entre ministros, superministros y parlamentarios. Los celos del poder se incrementarán mientras los titulares de las carteras ven su poder devaluado por los nuevos consentidos del poder.

Es un error administrativo y gerencial crear esquemas de toma de decisión que generen más potencial de conflictos internos. La crisis de gobernabilidad del país no se soluciona con más burocracia al más alto nivel, sino con mejor eficiencia en los esquemas descentralizados, donde la corrupción y la falta de capacidad administrativa son protuberantes. Es a estos factores a los cuales deberían orientarse las reformas de fondo de la función pública.
La reforma constitucional por la puerta de atrás que se adoptó en Colombia la semana pasada es un error gerencial.

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