Nacionalismos risibles

La nación colombiana heredó una idea de frontera asociada a espacios donde habitaba el otro, el diferente, el bárbaro… el incivilizado que reforzaba la existencia de un nosotros centralista y virtuoso.

Mientras el mundo Atlántico ponía sus ojos codiciosos sobre Panamá como el escenario que iba a definir el futuro del comercio global, para el Estado colombiano era apenas una zona de “negros y contrabandistas”, cuyo clima caliente había corrompido a sus élites.

Todavía en el lamento por la separación florecía esta visión. En 1909 el periódico satírico Zig-Zag publicó una caricatura titulada “Mutilación nacional” en la que se mostraba al Istmo, como una desgraciada hija de Colombia, “morenita y ardiente”, que por su condición de mulata lujuriosa, se había dejado seducir fácilmente por los encantos del Tío Sam.

Pese a la amargura que experimentaba el país por la pérdida, Panamá siempre había sido un territorio de frontera. Una zona problemática, a donde los gobiernos de turno mandaban exiliados a los opositores políticos después de alguna de las tantas guerras civiles que asolaron a la nación en el siglo XIX. Paradójicamente, lo ocurrido en Panamá, en vez de replantear la visión del Estado hacia las provincias, lo que hizo fue exacerbar el centralismo disfrazado de nacionalismo.

La relación de la institucionalidad colombiana con las zonas de frontera siempre ha sido precaria. Para colmo, se suele confundir soberanía con ocasionales exhibiciones del aparato militar, pero poco o nada se hace para el desarrollo de obras de impacto social. Hace unos días las alarmas se prendieron por una de las acostumbradas escaramuzas limítrofes con Venezuela. Entonces el nuevo ministro de Defensa trasladó su figura bonachona a territorios fronterizos en la alta Guajira. Con seguridad, cerca de allí, muchos niños mueren de hambre y no hay agua potable, pero hay soldados estrenando uniformes de faena y armamento reluciente para presumir ante las cámaras.

No se crea soberanía con esporádicos alardes de fuerza militar cuando se siente amenazado el territorio. Eso, a lo sumo, lo que genera son patriotismos burdos y nacionalismos risibles movidos desde la distancia por quienes habitan espacios seguros. La verdadera soberanía se ejerce cuando el Estado es capaz de garantizar los derechos de los habitantes, de modo que estos puedan asumir sin ningún problema los deberes que exige sentirse parte de una nación.

La visita mediática del ministro me recordó algo que leí hace algunos años sobre un hecho que ocurrió en la población de Manaure, La Guajira, en 1968. Los altos mandos de las Fuerzas Armadas se habían desplazado hasta allí, para concluir la campaña de adoctrinamiento patriótico a los indígenas ante el conflicto limítrofe con Venezuela. Como parte del acto público, el general José Joaquín Matallana tomó un arma de dotación y le preguntó engreído a un joven indígena de los presentes: “Guarecuz [amigo en lengua wayuu], si se inicia la guerra con Venezuela y tú tienes una metralleta como ésta en la mano ¿qué harías?”. El wayuu agarró el micrófono y contestó seguro: “En caso que venga la guerra con Venezuela, yo cojo el fusil y mato bastante cachaco”.

Pero quién dijo que en este país, de nacionalismos trasnochados y patriotismos madurados en las redes sociales, aprendemos de la historia.

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