Ni muerto lo respetan

El calvario de los papás del teniente coronel Elkin Hernández sigue intacto. En parte, por el desprecio del Estado.

Si se llamaran Galán, Cepeda, Pizarro o Lara, sería distinto. Tendrían apoyos económicos, puestos, privilegios. Pero se apellidan Hernández y no son políticos. Tan solo padres de un policía que pasó secuestrado 13 de sus 35 años de vida.

El tormento del teniente coronel Elkin acabó de forma violenta el 26 de noviembre del 2011: los secuestradores lo acribillaron a balazos junto a sus tres compañeros de cautiverio cuando el Ejército intentó rescatarlos. Pero el calvario de sus papás sigue intacto. En parte, por el desprecio del Estado.

Aunque al lector le parezca una clamorosa injusticia, les denegaron la pensión. La burocracia estatal ha determinado que son demasiado ricos para recibir el dinero que les corresponde como únicos herederos de su hijo fallecido, que no tuvo mujer ni retoños.

Poseen una casa en el sur de Bogotá en la que habilitaron dos pequeños apartamentos. Si les va bien, los arriendan por 350.000 pesos cada uno. Además, el matrimonio reúne un millón de pensión por los aportes que ambos realizaron en sus décadas de trabajo.

Doña Magdalena y su esposo tenían un taller de calzado con el que levantaron a sus tres hijos. Fue una mujer animosa, emprendedora, alegre, feliz. Hasta que las Farc secuestraron al único hijo varón, muy apegado a sus progenitores, en especial a ella. Se trasladaba de Paujil a Florencia en moto, iba a una reunión con sus mandos por una carretera infestada de guerrilla pese a ser el comandante de la estación de Policía de dicho pueblo caqueteño.

No lo hacía por imprudente, sino por obligación. En aquel entonces –1998–, la seguridad de un policía joven, recién salido de la Academia, no valía cinco pesos.

El secuestro de su niño consentido deslizó a doña Magdalena por una pendiente. Lo primero que cayó al abismo fue la alegría de su hogar. Le siguió su salud. Aferrarse durante meses a una foto Polaroid, donde veía a su hijo amarrado a una cadena, como única prueba de vida, le trituró el corazón. Empezó con episodios depresivos, insomnio, problemas de colon, diabetes.

Después fue la empresa la que se despeñó. El matrimonio solo tenía cabeza para tocar puertas, enviar mensajes radiales, suplicar por la libertad de Elkin y tejer una inagotable hilera de rezos.

Comenzaron más tarde los plantones de los martes en la plaza de Bolívar para gritar por la libertad de policías y soldados con otras madres, acompañados de la hiriente indiferencia colectiva. Doña Magdalena los intercalaba con viajes a cualquier sitio donde divisara una luz, para regresar con las manos vacías, agobiada por la desesperanza. Empezó a padecer artritis degenerativa, Epoc –enfermedad crónica de los pulmones–, le operaron una rodilla.

Recibir a su hijo en un cajón, tras miles de ruegos a las Farc, y la exigencia a los gobiernos Uribe y Santos de no intentar un rescate, solo complicó su estado de salud.

Si hiciéramos cuentas de lo que gastaron buscando la liberación de Elkin y sumáramos el lucro cesante de su empresa, además de medicamentos, que no incluye el POS, la cifra tendría muchos ceros.

A los políticos y magistrados de altas cortes les reviven las vergonzosas pensiones multimillonarias y no les regatean un centavo. La memoria del teniente coronel Elkin Hernández, sus pavorosos 13 años en cautividad con seis únicas pruebas de supervivencia, y su posterior asesinato solo merecen una nueva bofetada a su familia. No dan para que sus papás reciban su pensión.

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