Ni una amonestación de Dios

Cuando leo sobre los genocidios que se han cometido en el mundo, me sorprende cómo hay personas que sobrepasan los límites de la barbaridad. Hay matanzas que son cometidas por hombres aparentemente normales, que una vez cumplen su sanguinario propósito, acuden a la voluntad divina, a un Dios que calla. Con ironía, oran y cumplen con gestos piadosos, como santiguarse o arrodillarse, pero en su fuero interno saben que tienen que seguir matando.

Pienso en esa hipocresía religiosa y viene a mi memoria el recuerdo de una guerrillera de las Farc que conocí en mis años de secuestro. La mujer participó en la decapitación, a machete, de un niño guerrillero de doce años, que llamaban "Comidita". Lo castigaron con esa terrible muerte, porque intentó fugarse. La guerrillera, después, se ahogó en un río, y el día que la enterraron, le pusieron una cruz. Varias de sus compañeras, a escondidas de sus jefes, gesticulaban ritos religiosos.

Me indigna esa moral inexplicable, confusa, amañada. Puedo entender que su fe se haya perdido en algún momento de su vida, pero les llega un momento del presente en el que hay cierta indiferencia por lo que ya hicieron. Las propias víctimas que logran sobrevivir a estos genocidios, se preguntan qué pasó con Dios, dónde estaba, cómo el propio hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, pudo ser tan sanguinario.

Me dirán los lectores si no son apenas entendibles esas preguntas, por ejemplo ante el cruel comportamiento de los hutus, que asesinaron a machetazos alrededor de 50.000 tutsis —de una población de cerca de 59.000—, en las colinas de la comuna de Nyamata, en Ruanda.

Los testimonios que leo sobre estos genocidios generan muchas inquietudes. Adolf Eichmann, principal organizador del exterminio de seis millones de judíos durante la guerra promovida por Hitler, dejó claro en su propio juicio que no sentía ningún remordimiento de conciencia haciendo el mal. El nacionalsocialismo fue su ley y su fe ciega, e hizo que jamás se le pasara por la mente que estaba violando la ley divina. Al parecer, era un ejemplar padre y esposo y, ante todo, profesaba una devoción religiosa admirable.

Los testimonios sobre Ruanda, también muestran esa dualidad. Jean Baptiste, un sobreviviente, contó que tanto "el sacerdote, el alcalde, el director de la escuela y un médico, mataron con sus propias manos. Se remangaron para coger el machete". "Cuanto más culpables nos sentíamos, más íbamos a la iglesia —contó Marie Chantal, uno de los asesinos—. Rezábamos para que se nos olvidaran un poco los crímenes y al otro día volvíamos a las matanzas".

Otro confesó: "a mí me habían bautizado católico. No recé en las matanzas, de esas asquerosidades no había que pedirle nada a Dios, pero para conciliar el sueño, me arrodillaba para orar. Al otro día salía a cumplir la tarea de matar y matar". Inclusive los propios asesinos en Ruanda han preguntado públicamente por qué Dios no clavó su ira en sus miradas de asesinos.

Sin embargo, hoy en la iglesia se juntan culpables y víctimas. Oran juntos. Es una circunstancia especial que aún no logro descifrar y que representa esa complejidad de la condición humana. En el caso de Ruanda el mundo le dio la espalda a una masacre terrible. "Ni Dios mismo nos amonestó". Así lo reconoció luego uno de los asesinos.

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