No es miedo a la paz

El miedo es a que no sea paz lo que derive de ahí. El Presidente quiere que no haya más víctimas, pero un mal acuerdo nos convertirá en víctimas a todos.

Hablando del ‘miedo a la paz’ (EL TIEMPO, 8/6/2016), el colombianólogo Daniel Pécaut atribuye el escepticismo de buena parte de los colombianos hacia el proceso de La Habana a factores como el no reconocimiento de las Farc de muchas de las atrocidades que han cometido, a que el conflicto ya no afecta tanto a la población urbana y, principalmente, a que “el conflicto armado ha contribuido a mantener la hegemonía de las élites”, por lo que a estas no les interesaría su finalización.

Tal parece, pues, que para Pécaut los ‘enemigos de la paz’ son los mismos cuatro gatos de Benedetti; unos señorones y unas ricachonas de El Poblado que andan recogiendo unas firmitas para provocar la risa del señor Presidente. Mamotretos repletos de garabatos que no servirían ni para cuñar una puerta, pero que hacen ver a los uribistas con sus bolígrafos más peligrosos que los terroristas con sus fusiles, acaso por aquello de que “la pluma es más poderosa que la espada”, como decía Edward Bulwer-Lytton. Ladran, decía el Quijote.

Y es que Pécaut desestima (como Pékerman a Costa Rica) que la verdadera razón del escepticismo sea el temor a que las Farc se conviertan en un factor de poder –“el peligro del castro-chavismo”–, y descarta de plano ese “fantasma” con la misma simpleza que lo hacían los venezolanos 20 años atrás. Aduce que las Farc ya no tendrán armas para ejercer su poder de coacción, lo cual no está muy claro por aquello de la ‘dejación’, y que la población no las va a apoyar: “no será tarea fácil que las Farc logren construir una fuerza política poderosa. (…) prevalece, ante todo, el rechazo de la opinión hacia su participación en política”.

Sí, no será tarea fácil, pero tratar de minimizar a las Farc, y de desdeñar la capacidad de daño del populismo, es un flaco favor a la democracia. El voto se ha vuelto volátil, mudable, y la fidelidad del elector a un partido, o a un caudillo, es cosa del pasado; la gente anhela el cambio aunque se trate de un salto al vacío. La clase política tradicional padece de un enorme desprestigio del que cualquier advenedizo puede sacar provecho comprando votos (ya tuvimos un presidente elegido por el narcotráfico hace 22 años) o prometiendo el cielo. Además, el virus lo tenemos entre nosotros hace rato; la extrema izquierda ha penetrado diversos ámbitos de la vida nacional.

Hasta España sucumbe por el camino de la disolución: la formación de extrema izquierda Unidos Podemos, íntimamente ligada al chavismo, está de segunda en encuestas, a poca distancia del Partido Popular y por encima del PSOE. Es que la corrupción, la ineficiencia y la ineptitud son el mejor caldo de cultivo para los cantos de sirena de la demagogia, a los que son sordas solo unas pocas sociedades, como la de Suiza, donde el 77 por ciento acaba de votar en contra de la propuesta de pagar un salario básico (de más de 7 millones de pesos mensuales) a cada ciudadano sin trabajar. Una de esas ofertas típicas de la izquierda, para luego terminar saqueando camiones de comida.

Somos los ciudadanos los que requerimos un blindaje, no los bandidos. Jonathan Powell, negociador de paz con el Ira, dice que “no se puede tener una paz duradera a menos que tenga la justicia”, y explica que en Irlanda del Norte enviaron a asesinos a la cárcel y “se les permitió salir en dos años, algo muy duro de tragar y que la gente lo aceptara. Probablemente eso no sería posible ahora bajo la CPI” (EL TIEMPO, 7/6/2016). ¿Qué decir de Colombia, donde no habrá ni un día de cárcel?

No es miedo a la paz, el miedo es a que no sea paz lo que derive de ahí. El Presidente quiere que no haya más víctimas, pero un mal acuerdo nos convertirá en víctimas a todos.

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