«No podemos arrodillarlos ni humillarlos»

En ese juego grotesco de amenazas fingidas y concesiones reales sin fin, el país es conducido a una trampa fatal que apuesta a la entronización del castro-chavismo en el poder, encarnado en nuestro suelo por las peores pandillas criminales de todos los tiempos. Esa es la “salida” que Santos urde para las Farc y el Eln, porque “no podemos arrodillarlos ni humillarnos”. ¿Seremos entonces los colombianos de bien los que tengamos que hincarnos y doblar la cerviz ante los asesinos?

Como las cartas del póker o las monedas, el presidente Juan Manuel Santos tiene dos caras. Con funciones precisas y diferentes. La primera y más visible es una máscara; la que observamos habitualmente, la corriente. En el envés, detrás, escondido, encontramos su verdadero rostro.

Basta mirar el proceso de “paz” para captarlo con diafanidad. La máscara finge una expresión de arrogancia, de fuerza, de verticalidad. Cuando habla impone condiciones inamovibles, niega que se vaya a otorgar impunidad, dicta órdenes perentorias para combatir al enemigo, no darle cuartel, acosarlo, sacarlo de sus guaridas, disparar a diestra y a siniestra. La otra ignora esa comedia, y aunque a veces titubea, termina siempre desnudando las más recónditas  y oscuras facetas de su alma.

Así, contrariando lo expresado por el disfraz que luce más abiertamente, no ha tenido reato en aceptar que los terroristas incumplan su promesa primigenia de no secuestrar, el case fundacional de los diálogos que removería los “inamovibles” de Santos. “Hay que creerles” que no lo han vuelto a hacer musitó su otro yo para la galería incrédula. La justicia no se le puede atravesar a la paz, declaró otro día, para facilitar la impunidad que la víspera había negado como cualquier Judas. Son las reglas de juego, sentenció en otro momento, excusando la masacre de unos soldados. Y así, en un rosario interminable, mientras por un lado pregona una cosa, por el otro va desmintiéndola sin rubor. Dolorosamente los colombianos sabemos a cuál de las dos facetas debemos atenernos.

Mientras las Farc hacen política de lo lindo a la vez que prosiguen sus acciones violentas, tanto desde la tribuna habanera generosamente facilitada por el gobierno como a través de la infiltración de movimientos sociales y políticos en el país, y el desarrollo de un habilidoso plan de protestas violentas, bloqueos de vías y paros armados, Santos advierte: “política sí, pero sin armas”. Ya en las toldas oficialistas se ha aceptado que la banda criminal tenga una jugosa tajada en los organismos de representación popular, otorgada a dedo, sin elecciones, ganada simplemente por su capacidad de intimidación y la debilidad oficial. Como dijera Savater, pretenden que por dejar las armas se les otorgue lo que no pudieron conseguir utilizándolas.

Como todos hemos escuchado estupefactos, los principales victimarios de Colombia se autocalifican de víctimas del establecimiento, y en cuanto a reconocer las suyas profieren un “quizás, quizás, quizás…”. En lugar de responder a la afrenta con valor y dignidad, el primer mandatario de los colombianos corre presuroso… ¡a pedir perdón a las víctimas del Estado!, concediendo la razón a los criminales.

Ya perdimos la cuenta de las veces que la máscara amenazó a los narcoterroristas con someterlos a las buenas o a las malas, y de anunciarles que caería todo el peso del Estado sobre ellos si no aprovechaban esta última oportunidad histórica. La semana anterior se repitió el ritual. Pero no se había apagado el eco de su histriónico ultimátum, cuando la cara auténtica lanzó el veredicto singular de que a  “las FARC hay que darle una salida, no podemos arrodillarlos ni humillarlos".  

Detrás del antifaz presidencial, su rostro malicioso había sentado un precedente funesto desde fines del año pasado: "Siempre todas las guerras terminan con algún tipo de acuerdo, de diálogo, y por eso queremos ponerle fin a este conflicto a través de un acuerdo o un diálogo, sin que repitamos los errores del pasado". Como acaba de recordarlo Saúl Hernández, es al contrario: la mayoría de las guerras terminan con la victoria de un bando y no por virtud “de un acuerdo o un diálogo”. ¡Qué tal las potencias vencedoras de la segunda guerra mundial negociando un acuerdo con Hitler, para no “humillarlo” ni “arrodillarlo”! ¡Y qué tal que no se hubiera sentado a los criminales ante el Tribunal de Nuremberg, sino que se les hubiera ofrecido un “marco jurídico para la paz”!

Hemos perdido la capacidad de asombro. Las funestas declaraciones de Santos apenas merecieron glosas marginales en la prensa y los medios políticos. En ese juego grotesco de amenazas fingidas y concesiones reales sin fin, el país es conducido a una trampa fatal que apuesta a la entronización del castro-chavismo en el poder, encarnado en nuestro suelo por las peores pandillas criminales de todos los tiempos. Esa es la “salida” que Santos urde para las Farc y el Eln, porque “no podemos arrodillarlos ni humillarlos”. ¿Seremos entonces los colombianos de bien los que tengamos que hincarnos y doblar la cerviz ante los asesinos?

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