Nos cambiaron la película

Es vox pópuli que Juan Manuel Santos quiere quedar bien con todo el mundo; no quiere ser chicha ni limonada, ni frío ni caliente, sino que pretende ser un agua tibia que no importune a nadie. Sin embargo, eso es imposible. No se puede quedar bien con tirios y troyanos al mismo tiempo (ni mucho menos por todo el tiempo) porque los intereses de los unos suelen ser piedras en los zapatos de los otros. Y en su afán de quedar bien con unos -y consigo mismo- Juan Manuel puede estar quedando mal (y lo está) con sus propios electores, que es la queja que se escucha a diario.

Dicen que cada alcalde manda en su año y que Santos tiene derecho a jugarse su mano de póquer como mejor le parezca, hasta sacándose cartas guardadas de la manga. Pero en las democracias modernas se espera cierto respeto por el voto programático y no está bien ganar con un libreto para gobernar con otro: la Prosperidad se quedó engavetada. Si la Constitución (ese espantajo veinteañero que cada seis meses requiere un remiendo) cobijara al Presidente con la figura de la revocatoria del mandato, ya muchos de los que se sienten engañados estarían preparando su convocatoria.

Y es que mientras Santos se entiende a la perfección con quienes no votaron por él, para muchos de sus votantes hay palabras inamistosas. Ahora son (o somos) «enfermos mentales» que no quieren la paz y que no están en condición de enseñarle «cómo darle duro a la guerrilla». Es decir, nadie le enseña al papá a hacer hijos, ni más faltaba. Pero, tras esa soberbia, se oculta un cálculo político en pos de indulgencias personales que van en desmedro del país.

Un premio Nobel, la secretaría general de la ONU o, simplemente, la mirada complaciente de las hordas de izquierda son logros provechosos para un espíritu vanidoso, pero no compensan una paz mal hecha. Nos dicen locos por no querer ver a ‘Alfonso Cano’ pavoneándose por las calles con su séquito mientras va señalando con sus dedos ahítos de sangre y disponiendo de todo: «exprópiese», «arréstese», «fusílese».

La guerrillerada no va a dar su brazo a torcer. Su obcecación raya -esa sí- en la demencia, oxigenada por los aires del vecindario. Mantiene la meta de llegar triunfante a Bogotá, como lo preconiza la holandesa en un libro apologético. Entre tanto, hay señales inquietantes: la cooperación de Chávez no convence del todo y la alta institucionalidad ya ni disimula su afán de sacarles las castañas del fuego a las Farc.

Hay quienes insisten en que Santos siempre ha sido un hombre de izquierda, por lo menos de esa izquierda caviar que, cuando las cosas se ponen malucas, sale corriendo a sus refugios del primer mundo. Don Enrique, el Primer Hermano de la Nación, ya sugirió que este será un gobierno ‘progresista’, y ese término significa una cosa en el diccionario de la RAE y muy otra en la mente de los ‘progres’.

Hasta hace solo unos días volvimos a recordar al Santos que elegimos cuando criticó sin ambages las dos decisiones recientes de la Corte Suprema de Justicia sobre los computadores de ‘Reyes’ y la peor del Consejo de Estado sobre el ataque a Las Delicias. De resto, en estos diez meses, ha sido un desconocido que se ha propuesto ser un «traidor de su clase», pero que está logrando es ser desleal con la gente que lo eligió.

Decir esto no convierte a nadie en opositor. Hace meses que antisantistas de viejo cuño y neosantistas de ocasión reconocen que él fue el que se volteó, el que se pasó al otro bando. Pero todavía tiene tiempo de rectificar, a menos que en realidad crea que en su juego de disputarse con Samper y Pastrana la última hornacina de la Historia va a caer parado, como lo ha hecho en todas sus acrobacias. Ojalá no les pase algo similar a los peruanos, que votaron por el Humala ‘lulista’ a pesar de que el que los va a gobernar va a ser otro.

Saúl Hernández
Eltiempo.com
Junio 7 de 2011
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