Nuestros neopacifistas

“Encadenando las futuras generaciones en la guerra perpetua”

La paz práctica, más acá de las nociones de estirpe filosófica abstracta que trabajaron Hobbes o Kant, nació al despuntar el siglo XX, justamente en el interregno que media entre las Conferencias de Paz de La Haya de 1899 y 1907. La preservación de límites dentro del fenómeno bélico fue el dispositivo legal creado para buscar la denominada paz negativa o ausencia de guerra. El derecho de La Haya se centra incipientemente en proteger a civiles inocentes y evitar el uso de armamentos en extremo lesivos -gases asfixiantes y químicos- que ya se utilizaban, como ocurrió en la guerra de Crimea.

Paralelamente a estos tratados internacionales nació en 1901 el pacifismo durante un congreso internacional reunido en Glasgow, Escocia. El término fue acuñado por el activista francés Émile Arnaud. La paz quedó transformada en ismo. Es decir, en creencia, actitud o estilo de vida que debe traducirse en acción social. Se trata así de un sentido amorfo de la paz que escapa al rigorismo de filósofos académicos (con doctorado) y de abogados internacionalistas.

Se trata de una abstracción que carece de instrumentos coherentes para prevenir o construir la paz. La creencia, actitud o estilo es purista y tiene vida propia. El pacifista va revestido de un imperativo inherente que lo eleva al tiempo que quien critique sus decálogos -no importa que sea constructivamente- cae en el terreno de la incorrección política. Así, los pacifistas soviéticos masacraron a millones y vetaron o liquidaron otros tantos millones de inteligencias.

El magnate norteamericano Andrew Carnegie es quizás el único pacifista puro cuyos reclamos fructificaron en construcciones académicas como el ala antigua de la Academia de Derecho Internacional de La Haya y el edificio venerable que hoy aloja la Corte Internacional de Justicia. El resto de pacifistas deja, si no rastros de sangre, ciclos de exclusión y persecución política que han generado nuevas violencias.
En Sitges y Benidorm Laureano Gómez y Alberto Lleras sellaron la paz frentenacionalista cuyo olvido fue la inclusión de creencias que más adelante dieron nacimiento a movimientos insurgentes como las Farc. Alfonso López Michelsen y Jorge Leyva Urdaneta, desde la entraña del establecimiento, lo reclamaron. Camilo Torres Restrepo y Antonio de la Rotta González, desde fuera, también. Vinieron las consecuencias dolorosas que han dejado a cientos de miles de colombianos muertos y desplazados.

Ahora, en un proceso que dirigen dos improvisados gestores de paz, le ha nacido a Colombia un neopacifismo hosco, furioso y perseguidor. ¡Ay de quien se atreva a criticarlo! Es arrojado a los fuegos del averno. Hacia allí se empuja a cualquier precio a los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, mi colega María Isabel Rueda y quienes los siguen como ejemplos abominables de incorrección política. Dizque porque son los nuevos amigos de la guerra encarnizada.

El pacifismo soviético, norcoreano y cubano pagó millones de rublos, wones y pesos en propaganda pacifista. Eso, la propaganda estrafalaria y vejatoria, es el dispositivo sacrosanto del pacifismo. Pero también las celdas nauseabundas e insultos de turiferarios bien amaestrados que responden rápido al silbido siniestro de sus amos para celebrar el descuartizamiento moral.

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Hace poco más de 20 años tuve el privilegio de asistir, gracias a beca prestigiosa, en calidad de Junior Fellow a uno de los simposios fundamentales sobre guerra y paz que organiza la Hoover Institution on War, Revolution and Peace de la Universidad de Stanford. Allí se sientan eruditos curtidos o en trance de serlo en temas de guerra, paz y revolución (lo que nunca estudiaron los diletantes ampulosos De la Calle y Jaramillo Caro).

Una de las conclusiones esenciales: evadir el síndrome de Versalles 1919. Esto es, la paz excluyente y vengativa que abrió la ruta a la conflagración de la Segunda Guerra. Exactamente el tipo de paz que se fragua en La Habana con el fin de aprisionar a las futuras generaciones en la guerra perpetua.

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