Parando la cacería

Han pasado cerca de dos años desde que Álvaro Uribe abandonó la presidencia y aún sigue ocupando titulares. Tal vez más, muchos más que el doctor Juan Manuel Santos.

¡Que Uribe dijo, que Uribe trinó, que Uribe aseguró! Todo, absolutamente todo continúa bajo la lupa de unos periodistas que no veían la hora de que él dejara la presidencia de la Republica. Pero esa obsesión delata algo enfermizo que a veces me hace  pensar que en el fondo extrañan al exmandatario.

Totalmente válido que se quiera hacer un escrutinio del gobierno de Álvaro Uribe, que se revise milimétricamente su gestión,  se mire lo que se hizo bien, lo que se hizo mal y lo que pudo hacerse mejor. Pero aquello no valida que se quiera responsabilizar al exgobernante por los posibles delitos que hayan cometido otros servidores públicos.

No está de más tener en cuenta que el mayor empleador del país es el Estado. La burocracia colombiana es inconmensurable. A nadie medianamente sensato le cabe en la cabeza que el presidente, primera autoridad administrativa de la nación, tenga que responder por aquellos que, abusando de su posición, violen el ordenamiento legal.

Un fiscal estadounidense acaba de abrirle un proceso penal por presuntos vínculos con el narcotráfico a un alto oficial retirado de la policía. Las leyes norteamericanas le brindan todas las garantías al general Mauricio Santoyo para que se defienda,  para que dé las explicaciones correspondientes y será un jurado de conciencia el que decida si es o no es culpable de los delitos que se le están imputando.

En Colombia, Santoyo ya fue condenado para siempre, pero más grave aun: esa condena se le está haciendo extensiva al expresidente Uribe Vélez. ¿Es eso lógico?

¿Alguna responsabilidad tiene Álvaro Uribe en las conductas imputadas a quien fuera su jefe de seguridad? La respuesta es contundente: ninguna. Santoyo llegó a cuidar al mandatario por decisión libérrima de las directivas de la policía nacional, teniendo como fundamento único el altísimo nivel de riesgo que rodeaba al dignatario.

Nuestro país no puede continuar por la senda de criminalizar al contradictor ideológico. La judicialización de la política significa el fin de la democracia. En las tiranías, el que piensa distinto termina en la cárcel. Recordemos como funcionaba y sigue  funcionando en aquellos países apabullados por el comunismo. Todo aquel que tenga un pariente que discrepe del gobierno, acaba con sus huesos en un campo de trabajos forzados, cuando no es objeto de un juicio sumario que desemboca en el  fusilamiento del procesado.

Si es cierto que Juan Manuel Santos quiere pasar a la historia, bien haría en empezar por hacer un llamado para que se le ponga fin a esa enloquecida cacería contra Álvaro Uribe y aquellos que estuvieron a su lado durante los 8 años, que, así a muchos  les cueste aceptar, cambiaron para siempre y para bien la historia de nuestro país.
 

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