Patología del New York Times

El “milagroso” proceso de paz
La enfermiza irritación antidemocrática

El New York Times ha dicho que en ningún caso ese periódico tiene una agenda política específica sobre Colombia, aunque en el editorial del viernes anterior se va de bruces en decir que la paz se está “desintegrando” por cuenta del presidente Iván Duque y que la Casa Blanca, es decir, el presidente Donald Trump, no debe ayudar al Gobierno nacional. Muchas gracias… es posible que con ese torpedo se puedan alinear los astros republicanos.

Porque la columna central autorizada por la dirección de ese diario, en la que se fija la línea conceptual, adolece de una aproximación de fondo y veraz a las realidades que de aquí se pretenden desentrañar allá, suscitando la polémica hirsuta a propósito. Además, contiene una hemorragia de elementos carentes de sindéresis cuando se adopta una óptica de mayor envergadura a la de las implícitas fuentes colombianas, de hecho, unas fuentes proclives de antemano al pensamiento tradicional de esa sacrosanta publicación norteamericana conocida, entre otras, como la “biblia” del partido Demócrata. En esa medida el escrito parecería apenas una treta secundaria para incorporar colateralmente el tema colombiano en la ríspida campaña presidencial estadounidense, en la que desde ya ninguna bala política es perdida.

En principio, vale subrayar la idea extraña con que se inicia la disquisición al calificar el pacto entre el gobierno Santos y las Farc de “milagroso”. Desconocíamos, por supuesto, esta sensibilidad mística de la publicación. En todo caso, aquella derivación aparentemente divina de las cosas no se compadece, desde luego, con la evidencia concreta al momento en que se iniciaron las conversaciones con los llamados editorialmente “insurgentes marxistas” y quiénes, a razón de la esterilidad ostensible de sus fines violentos, anacrónicos, y ante las altas probabilidades de neutralización definitiva, terminaron por aceptar la desactivación de los supuestos siete mil remanentes armados cuyos jefes supérstites, tras la acción de las fuerzas legítimas sobre la cúpula ya extinta, pagaban esconderos de a peso a pesar de haber llegado alguna vez a la cifra de 20.000 hombres-arma y de adquirir el carácter de intocables.

De suyo, en el transcurso del agudo declive de las Farc, además gracias en buena parte al Plan Colombia, era común la capitulación o entrega permanente de los componentes individuales de la subversión en retirada; los métodos terroristas acostumbrados se habían contrarrestado mucho antes del diálogo, como es fácilmente constatable de la caída en picada del homicidio, el secuestro y la matanza (y de ahí en adelante la pendiente imparable); y en el doble mandato de Uribe y en el primero de Santos la jefatura histórica de la conspiración armada “marxista” se diezmó irrestrictamente.

No fue ello, asimismo, producto de ningún milagro, como si se tratara de alguna invocación espiritual del medioevo, sino de las responsabilidades inherentes a todo sistema democrático que tiene la función explícita y prioritaria, a partir de la ley, de no dejar derruir la plataforma de libertades en que se soporta. De ello, incluso, puede dar fe Estados Unidos, tanto en sus guerras civiles como en su desenvolvimiento exterior, por ejemplo, con Lincoln, Wilson, Roosevelt y Truman.

Así las cosas, lo cristiano y no la incertidumbre de lo milagroso era hacer un proceso de paz, tanto en cuanto y en efecto no se trataba de eliminar hasta el último de los guerrilleros, ya con la derrota final a la vista. Lástima que, a raíz de la improvisación, de la premura, de la extirpación del consenso nacional, de la evasión de los cánones democráticos, de la preferencia por el propagandismo y la retórica vacía, a más del patrocinio de la experimentación leguleya incluso innecesariamente importada, se hubiera dado curso, de esta manera, al nido de gérmenes y factores disolventes hoy en boga. Si es en ese sentido, claro está, podríamos estar totalmente de acuerdo con el NYT en que por desgracia la paz se está “desintegrando”.

Por lo demás, es atinente reiterar que el expediente político Demócrata, incluido el periódico en mención, consiste desde hace cinco décadas, no en hacer oposición, sino en tumbar o intentar tumbar a como dé lugar presidentes republicanos o de centro-derecha (Nixon, Reagan… Trump), seguramente nostálgico de la gloria del Watergate y de este modo se mantiene mentalmente inerte bajo el peso insoportable de los tiempos idos. Podría decirse que es esta actitud política incomprensible, que se resiste a la natural alternación en el poder, la que tiene entrabado y en tensión permanente el desarrollo normal de las instituciones norteamericanas.

Y es precisamente esa idea anómala, o sea, esa disfunción sicológica de irritarse hasta la histeria repetitiva con los cambios corrientes en la jerarquía dirigente en cualquier país democrático, la que el NYT también pretende aplicar a Colombia. Eso es lo que, en síntesis, palpita en cada una de las frases del editorial de marras, en el que no importa sopesar debidamente las causas y consecuencias de los telúricos fenómenos colombianos, sino derivar una posición editorial, por anticipado, desconociendo la legítima alternación en el poder, además sin una sola mancha, ni un solo reproche que pueda aducir. El presidente Iván Duque no tiene, pues, nada de qué hacerse perdonar, mucho menos dar coba a la irritación del matutino neoyorquino contra los colombianos. Con una sola rectificación es suficiente.

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