Penuria

La realidad nacional me anima a parafrasear a Winston Churchill y afirmar que cada pueblo tiene a los pensadores que se merece. O a Hölderlin, y asegurar que para qué filósofos en tiempos de penuria.

Florecen personajes que a duras penas hacen sinapsis y escasamente articulan una teoría epistemológica. Como el abogado Abelardo de la Espriella, que dijo con ignorancia supina que “la ética no tiene nada que ver con el derecho”; o el seudogenetista del carrusel de la contratación, Miguel Nule, a quien le debemos el descubrimiento de que “la corrupción es inherente a la condición humana”; o Julio César Turbay Ayala, quien no se ruborizó con su pragmático deseo de “reducir la corrupción a sus justas proporciones” durante su mandato.

Hablar de ética resulta insoportable porque somos laxos y acomodaticios; hace rato transitamos las sendas perdidas de los atajos y nuestra filosofía de cabecera parece ser La Pelota de Letras de Andrés López con su “deje así”; por ser como somos desoímos a Antanas Mockus, quien hace unos años advirtió en un trino que “no puede haber un policía detrás de cada ciudadano” para que cumplamos con las leyes y los deberes, porque “deberíamos obedecerlos desde adentro”.

Para rematar, por cuenta de esta ausencia ética que deviene en corrupción, “este es el momento más bajo en términos de confianza institucional” como lo asevera Jorge Londoño de la Cuesta, gerente de Gallup, aunque Santos cree que no.

Busco ponderación en la voz de los académicos, como Marcela Anzola y Juan José Botero, quienes en un ensayo aún vigente publicado en 2011 en Razón Pública, escribieron: “Es imposible hablar de democracia ante la presencia de corrupción, ya que esta última afecta las bases mismas del acuerdo democrático, esto es, la confianza de los ciudadanos en que el Estado tiene como objeto la garantía de un conjunto de derechos que aseguran la convivencia pacífica”.

Recuerdo a otro inefable colombiano, el técnico de fútbol Francisco Maturana, cuya excusa en la derrota “perder es ganar un poco”, nunca fue entendida a cabalidad como una oportunidad para remontarse sobre los errores. Pero es que  no hay tiempo para pensar y preferimos echar al olvido cada corruptela. Qué importa si no hay Oráculo de Delfos ni un “conócete a ti mismo” como mandato, sino el ramplón adagio “hagámonos pasito”.

Quizás sea cierto el vaticinio de Hölderlin: “Nuestro tiempo habita en tinieblas, separado de todo lo que es divino”.

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