Pero respetaron la elección

Buena muestra de su temple de carácter ha dado la excandidata Hillary Clinton, así no nos simpatice demasiado, y también su esposo, el expresidente, al asistir estoicamente a los actos triunfales, como de realeza, que conformaron la instalación del nuevo mandatario estadounidense, Donald J. Trump.

Todos aquellos honores, aquella música estremecedora, aquel ponerse de pies para el famoso “ladies and gentlemen…”, en boca del heraldo que anuncia la aparición del presidente de los Estados Unidos de América. Todo ese boato y la parafernalia de una democracia que no olvida el estilo ceremonial británico, hubieran correspondido a la pequeña humanidad de Hillary, como primera mujer en llegar a la Presidencia del poderoso país.

Asistir como derrotada, y lo mismo se diga del propio Bill Clinton, supone gran fuerza de carácter y, por lo pronto, congelar aquellas risotadas falsas de campaña (“como de loca”, las llamó Antonio Caballero), que sin embargo convencieron a una mayoría numérica de electores, no validada finalmente en el colegio electoral.

Dar la cara no avergonzada y altiva era lo propio de un país en democracia, y hay que abonarle al hombre que llega  —histriónico y patán— que le hubiera rendido homenaje a su contrincante electoral, al pedir aplausos para ella en el almuerzo del capitolio.

Lo que demuestra esta valiente presencia de quien siente que ha jugado limpio en el proceso electoral, no importa si careció de éxito, es el respeto profundo al resultado de las votaciones y por lo tanto a la voluntad del pueblo o de lo convenido institucionalmente como mecanismo decisorio.

Ejemplo, sin duda, que nos da el país del norte, modelo nunca perfecto de organización democrática. Mucho más, cuando —hay que decirlo con todas las palabras— el gobierno de Colombia, en aras de una paz deseada pero mal concebida, terminó por desconocer olímpicamente el resultado de un plebiscito que él mismo propuso y dispuso y en el que arriesgó todas sus cartas políticas. Las que perdió y no pagó.

No convencen para nada las explicaciones que puedan darse de haber citado a los ganadores en la consulta plebiscitaria, a quienes derrotaron los acuerdos, y haber convenido con ellos otra propuesta, no sujeta a una nueva aprobación. Pero es que, además, no hay cómo citar a las multitudes que votan en un plebiscito. Eso, de suyo, suena absurdo. ¿Quiénes fueron esos votantes?, ¿dónde están ahora? Sólo valdría convocarlos en forma indeterminada y pública para una nueva votación.

Burlado el resultado, lo que ha seguido en Colombia es bien conocido como la imposición de un presidente y de un Gobierno que aún se considera demócrata. En Norteamérica la elección fue legítima, la protesta también lo es; los desmanes no tanto. El impeachment o juicio político podría ser el camino.

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