Pobre Bogotá

La incompetencia populista de Petro y una justicia maloliente hunden a Bogotá en la catástrofe.

Después de los alentadores mandatos de Jaime Castro, Antanas Mockus y Enrique Peñalosa, que nos hicieron pensar que la capital tenía futuro, los alcaldes que siguieron la frenaron, luego la postraron y al final la están hundiendo, por una mezcla de populismo barato, incompetencia y corrupción.

Cuando ganó las elecciones en 2011, lo mejor de Gustavo Petro era su condición de exguerrillero: había sido leal al proceso de paz que lo trajo de regreso a la vida civil y, como parlamentario, había brillado con luz propia. Pero carecía, en términos absolutos, de experiencia administrativa. Lo primero que hizo al llegar al gobierno de Bogotá fue olvidar que menos de un tercio de los electores había votado por él, lo que limitaba su margen de maniobra para realizar drásticos cambios en la orientación de la ciudad, que hubiesen exigido mucho más apoyo o, cuando menos, básicos consensos con otras fuerzas políticas.

Camorrero irredento, Petro prefirió imponer. Lo hizo a las patadas y con una descomunal incapacidad para la gerencia. El resultado –entre otros– fue el desastre de las basuras a fines del 2012, donde no sólo demostró una ineptitud y una torpeza sin precedentes, sino que los contribuyentes capitalinos perdieron decenas de miles de millones de pesos en compactadores inútiles y malsanas volquetas, tras oscuras maniobras de adquisición donde alguien ganó mucho dinero.

Hace cuatro semanas, cuando el procurador Alejandro Ordóñez –en uso de facultades que, insisto, a mí no me gustan, pero que de manera expresa existen en la Constitución– lo destituyó, Petro se alió con una sombría red de tinterillos para instaurar centenares de tutelas y paralizar su salida del cargo. El abogado que asoma detrás de la operación es Julio César Ortiz, sobre quien el lector puede ilustrarse en la columna de mi colega María Isabel Rueda, ayer en estas páginas.

Los vínculos de Ortiz con el magistrado José María Armenta, ponente de la tutela que por ahora salva a Petro, son conocidos en los medios judiciales. Armenta –cuya esposa ostenta un cargo importante en el Acueducto de Bogotá, la empresa que mal manejó el asunto de las basuras– tiene un historial complicado. En 2004 fue destituido por un extraño fallo electoral en La Guajira, aunque luego una tutela –más extraña aún– lo rehabilitó. El año pasado, según la emisión del sábado de Noticias Uno, la Corte Constitucional tuvo que corregir un fallo en el que Armenta favoreció a familias políticas de la Costa, y que dejó sin tierras a nativos de la isla de Tierra Bomba.

Son ejemplos de algo que puede llegar a hacerle tanto o más daño a Colombia que la guerra del último medio siglo: el hecho de que casi todo fallo judicial esté bajo sospecha. Jueces que premian con cómodos traslados de paramilitares y mafiosos, o que con total descaro los liberan; magistrados que tienen colocadas a sus parejas y a otros parientes, en la nómina oficial, en entidades sobre las que no les da pena decidir, y que cruzan favores con multimillonarios picapleitos, sin importar –como en el fallo de Armenta que favoreció a Petro– que su decisión desafíe jurisprudencia de la Corte Constitucional.

El resultado para la Justicia es el que estamos viendo. Sería bueno recordar que un país sin justicia siempre estará al borde de una nueva guerra. Y en cuanto a Bogotá, pobre ciudad, el neto es que Petro no se va pero tampoco gobierna. Y mientras tanto, la capital se hunde en un pantano sin fondo.

Para leer. Escrita con pluma inteligente y narrativa audaz, La misa ha terminado, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, es una novela cruda, visceral, que empieza como revelación de lo que ocurre bajo muchas sotanas y termina, como toda novela de valía, en una historia de amor. Buena lectura para inicios de año.

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