Por la puerta grande

Hay una forma de conseguir nombradía política sin hacer fila entre la dirigencia, y es la de enarbolar una bandera común, de singular aceptación. La causa misma arrastra y a ella adhiere la persona que cree entrar por la puerta grande de la historia.

Un ejemplo fue la bandera contra la corrupción, la que a todos ofende y respecto de la cual no hay pierde si se le pregunta a alguien sobre ella. Todos a una salieron a votar (si bien el pasado 26 de agosto no se vieron en las calles) y así se sumaron los votos de los unos y de los otros y de ninguno en particular.

Como se trataba de una consulta popular, la Constitución exigía una cifra que no se alcanzó. Pero las personas que se identificaron con la causa se vieron favorecidas y por momentos pensaron que era su triunfo personal. Los medios y hasta el aún inexperto presidente de la República les reconocieron a las dirigentes una victoria que sólo llegó a existir en el imaginario popular.

Ahora está en boga la idea fácil de castigar con la cárcel perpetua a violadores de niños, pues todo el mundo rechaza tal infamia, descrita a diario por noticieros de espanto. Cierto que la solución no va a estar tanto en castigar al culpable cuanto en rescatar a la infancia del peligro y poco interesa reducir a prisión a una persona, de la que no vuelve a saberse en unos cuantos años ni les alcanza la vida a muchos para saborear esa venganza y ese cobro, que se consideró justo en el momento del hecho. Desahogo primario acompañado de la sucia frase: “Que se pudra en la cárcel”, que se escucha aun en boca de personas cultas y es producto de una emoción no atemperada por consideraciones humanas, sociológicas o jurídicas.

Casos horrendos, como los llamados falsos positivos, según Vivanco un delito de guerra de inimaginable criminalidad, o los recientes crímenes en niñas y niños, cuya descripción horroriza, no pueden, sin embargo, alterar códigos depurados por la experiencia de sabios en convivencia social.

Es una conquista jurídica la abolición de la pena de muerte y de la prisión sin esperanzas de resocialización. Hoy se escucha a jóvenes políticos afirmar que delincuentes de los tipos descritos no se regeneran. Existen, con todo, valores residuales en la persona humana, pese a sus desvíos criminales. Casi en todo crimen hay dos víctimas: la que lo padece y la que es víctima de su propia fechoría, que luego llora su error sin compasión de nadie y a la que nadie perdona; “que lo perdone Dios”, se dice. Y, según la fe que muchos profesan, Dios perdona. Que estén lejos de nuestros códigos las penas irredimibles.

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Gracias por sus palabras sobre este dibujante, Daniel Samper O. Y a Cecilia Orozco, por sus reticencias sobre lo que llama “una nueva etapa”; ella sabe que ni soy de aquí ni soy de allá.

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