Cúcuta sufre el terrorismo

Además de enviar un mensaje de solidaridad a la Policía y a los cucuteños, se debe identificar a los autores del hecho. El Gobierno no puede permitir que vuelvan ataques urbanos tan demenciales.

Detonar una bomba en una zona residencial, contra un piquete policial que se dispone a cumplir sus labores, sin temer un daño desmedido no solo contra los uniformados sino también contra los civiles que transitan por el lugar o que inician sus actividades en los hogares, tiene un claro perfil y objetivo terrorista que no puede pasar de largo, por lo que ello significa en una región tan convulsa como Norte de Santander.

Allí hay una presencia considerable de la guerrilla del Eln y de las bandas criminales que operan en la frontera y El Catatumbo, además de los frentes de las Farc, que se supone mantienen el cese bilateral de hostilidades, con monitoreo de Naciones Unidas y otros organismos de apoyo.

El primero en considerar una hipótesis que vincule al Eln fue el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, aunque la misma policía de Cúcuta se mostró más cauta y no descartó a otras estructuras ilegales, en particular del contrabando, que operan en un área donde circulan desde combustibles hasta carne sin controles aduaneros ni de seguridad.

Aunque se reciba con beneficio de inventario, es exigible que el Comando Central (Coce) del grupo guerrillero aclare si tiene relación con un acto tan brutal como indiscriminado, en medio de la búsqueda del inicio de un proceso de paz con el Gobierno. Porque de existir esa relación, habría que entender semejante desafío como otra patada más a la mesa de conversaciones y a la sociedad. Por tal motivo, ninguna explicación sobra o está de más en tal contexto.

Este atentado contra la fuerza pública, que dejó 17 miembros del Esmad y dos civiles heridos, además de dos viviendas en ruinas y otras seis bastante averiadas, tiene el talante del terrorismo urbano que el país ha sufrido en otras épocas potenciado por el narcotráfico, presente allí.

No puede haber procesos, gestos y esfuerzos de paz sinceros con un grupo subversivo o con cualquier estructura criminal que busque someterse a la justicia, mientras que en las calles de alguna capital colombiana se generan conmoción y daños de tal magnitud, con las pérdidas materiales y humanas que ello puede ocasionar.

El Ministerio de Defensa y la Fiscalía asumieron retos recientes frente a la inseguridad y la investigación de los crímenes que afectan a la ciudadanía. Se proyectó que desactivadas las Farc, finalizado el conflicto con esa guerrilla, la ofensiva, la inteligencia y las tareas del Ejército y la Policía se enfocarían en los demás actores de ilegalidad y violencia en el territorio. Este atentado sacude esas promesas.

El ataque en Cúcuta requirió explosivistas y apoyos urbanos entre esas redes delincuenciales, lo cual corrobora su presencia y su capacidad de atentar gravemente contra la institucionalidad. Y lo peor, de hacerlo en plena calle, con el objetivo de golpear a la Policía, ya de por sí condenable, pero además sin importar las víctimas civiles que pudiese producir la explosión.

Resultó afortunado que la onda explosiva impactara la parte inferior del camión, pero la carga y su ubicación revelan una intención demoledora de los autores. Por eso mismo, además de la recompensa de 50 millones de pesos ofrecida por las autoridades, urgen investigación e inteligencia en una zona estratégica de frontera, tomada por la ilegalidad.

La de Cúcuta es una alerta para el resto de las capitales. No es un hecho criminal ordinario que se pueda desconsiderar, porque su contenido, su mensaje, es preocupante.

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