Puntos sobre las íeas

Poco me sorprenden la desfachatez y brutalidad de la guerrilla en estos días, tras el triunfo de Santos y su propuesta de paz en los comicios, triunfo que los comandantes consideran también suyo, sin que les falte algo de razón.

Es curioso que ahora, cuando llega el momento de comparecer las víctimas en La Habana, las Farc intensifiquen su saña contra la infraestructura y el ecosistema, que tanta tragedia y desamparo siembran precisamente en las regiones más ignoradas del país. Bajo el mandato de Santos nunca se había dado una tal arremetida, así de sincronizada (los atentados se ocurren con intervalos de días, en sitios muy variados de la geografía) y donde peor pueda desquiciarse el diario vivir de los pobladores, con derrames de petróleo y cortes de luz y agua, justo cuando la sequía se recrudece. Coincide ello con esta nueva etapa del proceso de paz, dedicada a las víctimas. Cuando todo se alista para clasificarlas, reconocerlas, oírlas, repararlas, explicarse y disculparse ante ellas, la guerrilla incrementa su número, como si las acumuladas en tres décadas no bastaran para arrepentirse y responder, en lo que a ella incumbe, por aquello que para Colombia representa un holocausto. Y digo tres décadas solo contándolas a partir del momento en que los alzados le mezclaron a su acción militar el narcotráfico. Y el secuestro que, ciertos palafreneros suyos de cuello blanco, desde lo que denominan la Academia, conscientes o inconscientes (idiotas raizales, y por tanto inocentes los primeros, bribones a secas, los segundos), tienen la frescura de llamar “retenciones”.

Me luce que la comandancia fariana se ha empeñado en esta arremetida dado que la negociación entra en una fase crucial, cuando se decide, nada menos, cuánta culpa le cabe, y también qué tanto castigo y perdón habrían de merecer en este largo conflicto que emprendieron y sostuvieron por propia voluntad (pues nadie los obligó a enzarzarse y persistir en él, ya que varias veces tuvieron la oportunidad, olímpicamente desaprovechada, de zanjarlo con dignidad, como en Tlaxcala y Caguán). En este tramo final la ofensiva de marras tiene por objeto enseñar los colmillos mostrándose activas y letales tanto como puedan, y ojalá en las cuatro esquinas del territorio patrio.

Ahora bien, como enfrentar al ejército y causarle un daño siquiera aproximado al que le inflingían en el pasado hoy es imposible, enfilan sus baterías sobre la sociedad civil, sin que les preocupe la pésima imagen que de ahí derivan. Lo que cuenta es el resultado: un país intimidado les sirve para presionar al Gobierno a que acepte, si no todo, al menos parte de lo que piden a cambio de disolverse. Vale decir, impunidad para sus cabecillas y presencia suya en el Congreso, por designación y no por elección, pues votos con qué sacar siquiera una curul no tienen, y menos el umbral exigido a los partidos menores para ser reconocidos y poder existir. A esta guerrilla, presa de la codicia, sumergida en el crimen, poco le importa la reputación política ni demostrar el mínimo decoro que en el vecindario siempre se cuidaron de acreditar incluso guerrillas tan depredadoras y temidas como la peruana de Sendero Luminoso.

La nuestra, sabedora de la repulsa general que suscita, cifra sus expectativas y cálculos en la nuda maldad y por eso recurre al terror, que es la forma más fácil, cobarde y vil de hacer la guerra, pero también la más eficaz, en ciertas circunstancias, porque paraliza la voluntad y somete por el miedo a la población que, sin otra opción, terminará por aceptar su yugo. ¿Acaso no fue así como se impuso Pol Pot en Camboya?, ¿y, antes de él, los nazis en Alemania o la cáfila de Stalin en Rusia? La perfidia sin límites, la obtusa obcecación de trogloditas que distingue a los jerarcas farianos, y también a los elenos, sus imitadores, tuvo su semilla en tales antecedentes históricos. Cabría figurarse incluso que, así fuera por ósmosis, se trata de una herencia genética, forjada en el marxismo primitivo, una quimera ya desmentida y exangüe, vertida en manuales para memorizar, y en monsergas quietas, inmutables, que se tragan enteras, y se evacúan recitadas. O sea la versión izquierdosa del catecismo de Astete que de niños nos enseñaban, solo que el tal opúsculo, sin entrar a juzgar su contenido, tenía gracia, cierto hechizo y una sintaxis perfecta.

Poco me sorprenden la desfachatez y brutalidad de la guerrilla en estos días, tras el triunfo de Santos y su propuesta de paz en los comicios, triunfo que los comandantes consideran también suyo, sin que les falte algo de razón. Suelen ellos medir el temple del enemigo, a cada instante, tanto en el monte como en la mesa de diálogo. El presidente, con alguna tardanza, ha sabido responderles en palabras claras y terminantes, para que no se confundan o llamen a engaño. Ojalá que no recule el mandatario hasta obtener un compromiso, cierto y confiable, de respeto a las reglas implícitas en toda negociación de este género. Suena extraño y paradójico, pero endurecerse es la mejor contribución que puede hacérsele a un proceso de paz que muchos apoyamos, pero que puede romperse si el Gobierno flaquea, tolerando abusos de la contraparte.

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