¿Quién engañó a quién?

La campaña de Juan Manuel Santos por la presidencia no lograba estar a la altura de las expectativas. El académico Mockus aparecía ganador en casi todas las encuestas. Fue entonces cuando en las toldas santistas se tomaron decisiones radicales. Contrataron al gurú venezolano J. J. Rendón.

Este recomendó con carácter urgente asociar mucho más enfáticamente la imagen del candidato con la del presidente en ejercicio. Era necesario despejar dudas en el sentido de que Santos sí era el hombre indicado para continuar la obra de gobierno de Uribe y que contaba con el aval del mismo.

Todo empezó a cambiar, bastaría repasar las informaciones de los medios en abril-mayo del 2010. Desde los colores hasta las cuñas y eslogan. Uribe se inventó el cuento de la gallina doña Rumbo y sus tres huevitos y decía a mañana y tarde que había que votar por el que garantizara cuidarlos. Un día se escuchó en las emisoras una cuña en la que una voz, la de Uribe, decía que el hombre adecuado para asegurar la continuidad era Juan Manuel. Se trataba de una imitación muy fina. El mensaje daba cuenta del problema central de la campaña: ¿quién estaba o no por la continuidad? El que se mostrara a favor, ganaría la carrera a la presidencia porque el balance de la obra del mandatario saliente gozaba de una alta aprobación.

Entonces, el director de noticias de Caracol Radio, Darío Arizmendi, entrevistó al candidato oficial del gobierno. Fiel a su inveterado estilo de ser zalamero u hostil con sus invitados al set, increpó a Santos, con tono regañón, sobre la legitimidad de apelar a imitar la voz del presidente, que eso era un artilugio, un medio tramposo al usar la voz de quien por ley debía guardar silencio. Santos, también fiel a su carácter inalterable, le dijo, sin inmutarse, que esas “picardías” eran propias y naturales de la política.

Los nueve millones y pico de votos que logró Santos, fueron el resultado de esa estrategia diseñada por Rendón de hacerle llegar el mensaje a la población de que Santos cuidaría bien los huevitos de doña Rumbo, ganó la continuidad y perdió el cambio. El presidente electo se deshizo en reconocimientos con Uribe, le expresó su gratitud ante las multitudes y lo elevó al altar de la gloria.

Todos creímos que Santos iba a cumplir su palabra. Desde el 2009, en las directivas uribistas había muchas dudas, no sólo por sus problemas de dicción y carencia de brillo y carisma sino porque intuían algo en sus actitudes y comportamientos, desde ministro, que despertaba desconfianza. Hubo disensos en el trayecto enero-febrero del 10. Los llamados uribistas “purasangre” y el propio presidente se la querían jugar con Andrés Felipe Arias. Ante la derrota de este en las primarias conservadoras, no quedó alternativa que apoyar a Juan Manuel Santos. La tarea para convencer a la dirigencia y a las bases fue ardua, intensa, muy difícil. El reto era crear confianza y hacer creíble la promesa de que sería fiel al legado y a las banderas que recibiría.

Pero, una vez en el poder, las cosas empezaron a cambiar de rumbo, a pesar de doña Rumbo. El círculo más cercano a Santos, capitalinos centralistas raizales, le aconsejaron tomar distancia de Uribe, del uribismo y de la seguridad democrática, convocar a la nación, a los demás partidos, a pensar en la paz y en la recomposición de las relaciones con el vecindario. Eso sí, que mantuviera su discurso de afecto a Uribe y evitara toda confrontación verbal directa. El viraje no se dio a conocer al uribismo de manera plena sino a cuenta gotas. No hubo discusiones, como era debido, en el partido de la U. El gran elector y mecenas no recibió una sola señal de parte del ungido. Se dejó llevar por la soberbia como dijo su primo Francisco Santos.
De ahí en adelante nos sabemos la historia, ese pasado está caliente en la memoria. Hoy la ruptura entre Uribe y Santos es total, irreversible. No por caprichos ni mimos personales sino porque en verdad hubo un cambio drástico sin observancia de elementales normas de cortesía.

Santos cambió el programa. Los medios y los políticos tránsfugas y gelatinosos estilo Benedeti y Barreras, la dirigencia liberal bajo la batuta de expresidentes y delfines, además del grueso de columnistas y directores de medios que fueron inmensamente duros con Santos, ahora lo cubren y lo protegen de las garras del tigre. Supuestamente no hizo nada indebido. Traicionar el electorado es una travesura, una “picardía”. Impelen a Uribe a callarse, le niegan su derecho a hacer política, a mantener su proyecto y sus ideas, como si fuera un fusible quemado o un “rufián de barrio”. La campaña ha sido muy intensa. El presidente soltó los perros para que ladren duro. El exministro Silva Luján dice, impávido, que quien empezó la pelea fue Uribe. Miente Silva, pero lo hace porque en el empeño de desuribizar el país todo se vale, hasta mentir.

Lo que ayuda a entender que el monumental engaño cometido por el presidente no haya devenido en crisis institucional, es la extrema debilidad del sistema de partidos en el país. Es claro que los partidos se asemejan más a hostales de paso que a residencias estables. No hay disciplina ni programas ni ideas, aflora el tejemaneje por la mermelada y los contratos. La lealtad es exótica y pulula el trasfuguismo.
Algunos ladran poniendo el ejemplo de países donde los expresidentes salen por la puerta trasera directo al ostracismo. Omiten la experiencia de otros en los que quienes han mostrado un liderazgo fuerte, siguen vitales y actuantes. El duelo entre el uribismo recargado y el santismo está en presente y futuro, aconsejable que los medios y los formadores de opinión en vez de callar a sus protagonistas abran espacios al debate.

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