Reelección y democracia regional

La pena de muerte anticipada para tan joven figura constitucional fue decretada con gran ligereza por severos críticos de sus defectos y facilitada por congresistas y dignatarios que omitieron perfeccionar la incipiente Ley de Garantías.

Continuando con nuestro análisis sobre los principales puntos que se plantean en la reforma política “de equilibrio de poderes” aprobada en el primero de sus ocho debates, y aunque en el espacio mediático encontró fuerte competencia con temas como el tribunal de aforados o las listas cerradas y con cremallera, el principal protagonista sigue siendo el fin de la reelección del presidente de la República y de la posibilidad de contar con tal figura para gobernadores y alcaldes. La iniciativa avanza sin tropiezos gracias al impulso que le da la visión de corto plazo que se sigue imponiendo en las reformas estructurales al Estado y por el aplauso de quienes la convirtieron en emotiva bandera particular. Como quejosos del proceso, que ni siquiera contradictores, apenas comienzan a aparecer algunos alcaldes y gobernadores que alcanzaron a entusiasmarse con las promesas del presidente-candidato sobre la prolongación de su período para unificarlo al del gobernante nacional.

La reelección presidencial, lo venimos diciendo desde los años noventa cuando consideramos un desperdicio que la Constituyente no la hubiera incluido en la transformación de las estructuras democráticas nacionales, es una institución propia de las democracias contemporáneas que aumenta las responsabilidades del presidente-candidato, quien acepta que su gobierno sea examinado por la opinión, y de la ciudadanía, que se toma en serio su papel de evaluadora de la gestión del Gobierno y de sus posibilidades de llevar a buen puerto los procesos iniciados en el primer tiempo. Por ese carácter, es una figura consolidada en las democracias occidentales, que, como la estadounidense, la permiten de forma inmediata y solo por una vez.

Los argumentos que han facilitado el tránsito fugaz de la iniciativa más radical en la reforma de “equilibrio de poderes” se pueden asimilar a una especie de confesión de parte del Gobierno y de la Unidad Nacional, sobre las ligerezas en que pudieron haber incurrido al destinar, así no fuese de manera directa, recursos presupuestales para impulsar la campaña del presidente-candidato o incumbente, que es lo que la oposición calificó de “mermelada”. La pena de muerte anticipada para tan joven figura constitucional fue decretada con gran ligereza por severos críticos de sus defectos y facilitada por congresistas y dignatarios que omitieron perfeccionar la incipiente Ley de Garantías, defecto que mostramos el 6 de octubre de 2013 cuando, estando ad portas de la campaña reeleccionista del doctor Santos, dijimos que “tampoco se ha reabierto una discusión seria sobre el valor de prohibición a altos funcionarios para acompañar la campaña del presidente, y falta un Estatuto de Oposición que garantice equilibrio en el uso de recursos públicos”. Medidas de fácil aplicación, como garantizar la publicidad de los mecanismos de seguimiento y control de los planes de desarrollo y las inversiones del presupuesto nacional, serían de gran apoyo al control al Ejecutivo y evitarían el hundimiento temprano de esa importante figura democrática.

El 26 de febrero, cuando buscaba el apoyo de los sectores políticos escépticos frente a su figura, Juan Manuel Santos, que actuaba como presidente y candidato, prometió a los alcaldes de ciudades no capitales que les ampliaría sus períodos para hacerlos iguales al del presidente, que podría ser de cinco o seis años; en la práctica, y contrariando la voluntad popular, la promesa implicaba la ampliación inmediata de los períodos. Aunque la ampliación de los actuales períodos y la igualdad de los tiempos de elección y mandato del presidente, los gobernadores y los alcaldes no fueron incluidos en la “reforma de equilibrio de poderes”, los mandatarios entusiasmados reclaman el cumplimiento de la promesa y han conformado un grupo de presión para que el Gobierno decida si convoca a elecciones por dos años, permitiendo la reelección de los actuales gobernantes o si amplía automáticamente el período. 

Contagiados por el afán de impulsar reformas institucionales con nombre propio y por el señuelo de que no sufrirán varias vigencias de la Ley de Garantías, los alcaldes y gobernadores que acogieron y abanderan la idea de acabar con las elecciones intermedias, o de mitaca, han descuidado, o minimizado, el debate a los daños a la democracia por cuenta de un modelo que unificaría períodos nacionales, regionales y municipales. De aprobarse tan exótica figura, nos encontraríamos con jornadas electorales en las que los temas y partidos nacionales dominarían el panorama, sería difícil mantener las ricas visiones y discusiones hoy vigentes en las ciudades y departamentos y que se han consolidado porque están claramente diferenciados los tiempos en los que se presentan al público los candidatos, equipos de trabajo y campañas nacionales y los regionales.

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