Sacar el diablo de la picardía

La picardía, en este país, quedó instituida como virtud pública. Es la mayor desgracia nacional, como fuente de corrupción, de perversión de las costumbres, de engaño, falsedad y conflictos incontables. Los pícaros, personajes marginales en las tradiciones que nos llegaron de España, pasaron a ser protagonistas principales de la política y muchas otras actividades. Pícaros con suerte.

La picaresca ha sido un campo de la literatura catalogado como inaceptable, cuando se le asignaba calificación ética negativa. Hoy en día tiene posicionamiento social. Sea cual fuere el resultado de las elecciones de ayer domingo, la picardía está patente en múltiples procedimientos juzgados como democráticos.

La transparencia es una falacia en gran parte de las actuaciones de conductores de campañas, de líderes partidistas, de individuos dotados de figuración notable en los sectores público y privado, en la educación y en general en la vida diaria. Hecha la ley, hecha la trampa, es un dicho convertido en norma consuetudinaria. Otros sostienen que, para ser parte en una causa judicial, es más útil ser experto en detectar las excepciones que tener buen conocimiento de las disposiciones legales.

En el Diccionario no se alaba la picardía. Se define como astucia, viveza, disimulo y engaño. Claro que también se le conoce como travesura infantil, cuando es leve, pero en general se descalifica por representar “intención o acción deshonesta o picante”. Pero entre el Diccionario y la realidad nuestra hay una diferencia parecida a la que separa el deber ser ético de la práctica habitual. La picardía está proscrita, en teoría, como factor degradante de la actividad política. Aquí, en cambio, hasta el actual Presidente, cuando era candidato al primer período, la elogió como ventaja aceptable, en controvertida entrevista radial. No puedo decir que por ese disparate deba señalársele como un pícaro, pero, por ser él quien es, aceptar la picardía puede ser un paso para legitimarla como parte necesaria del modo de hacer política.

Y nada tienen que ver los pícaros con suerte de hoy en día y de nuestros aquí y ahora, con los pobres pícaros de la novela picaresca española del Siglo de Oro, como Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, el diablo Cojuelo o el Buscón, sujetos de baja condición, astutos, ingeniosos y de mal vivir. En esta colonia, el pícaro ha venido ganando estatus.

El tramposo y desvergonzado de las novelas se ha vuelto, mediante el agregado progresivo de la malicia indígena, un señorón digno de admiración, de ser imitado y muchas veces de resultar elegido por sus conciudadanos, como pudo haber sucedido ayer. Hoy el gran propósito nacional debería consistir, en parafraseo del bambuco, en expulsar el diablo de la picardía que tiene al país condenado a la ruina moral definitiva.

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