Santos y FARC, legalizando la droga

Se trata de hablar de todo a propósito de cualquier cosa. Es meter la agenda del Caguán por la puerta de atrás.

Es evidente que los diálogos de paz de La Habana están repitiendo la receta mágica del fracaso, esto es, la receta del Cagúan: diálogos empantanados en la mesa, y violencia y terrorismo creciente en el país.

El que acaba de terminar fue el enero con mayor número de atentados contra la infraestructura económica en los últimos seis años, que supera en 250 por ciento los del año pasado, que ya había marcado un récord con respecto a los años anteriores. Los atentados contra escuelitas públicas se multiplican, y 12 policías han sido asesinados por la guerrilla en las últimas semanas. Cada hecho violento socava la confianza de la ciudadanía en el destino de unas  conversaciones en las que las FARC no demuestran ninguna voluntad de paz.

Pero también se multiplican las propuestas insensatas de las FARC en la mesa de conversaciones, cuyo mero trámite prolongaría hasta el infinito la duración de unos diálogos a los que el Gobierno ha puesto un incumplible plazo de  pocos meses. Conversaciones sin límite de tiempo y aumento de la violencia son elementos de la estrategia de las FARC que el Gobierno ya no sabe cómo manejar.

Para las FARC los cinco puntos de la agenda que firmaron con el Gobierno en el Acuerdo General para la Terminación del Conflicto son apenas unos puntos de referencia para introducir en cada uno de ellos los más disímiles temas nacionales. Se trata de hablar de todo a propósito de cualquier cosa. Es meter la agenda del Caguán por la puerta de atrás, mientras los más ingenuos se solazan con el supuesto pragmatismo y el abandono del maximalismo de la guerrilla.

A propósito del primer punto de la agenda que se discute en La Habana, “Una Política Agraria Integral”, las FARC ya están pidiendo que se revoquen los 11 tratados de libre comercio que Colombia ha firmado con otros tantos países, que se cambie la política minera y energética, que se suspendan proyectos hídricos como la represa de El Quimbo y las explotaciones mineras a cielo abierto, que se “desmilitarice el campo y la sociedad”, es decir, que se reduzcan el presupuesto militar y el tamaño de las Fuerza Militares, que se cambie la doctrina militar del Estado y que se purgue el Ejército; que se haga un nuevo ordenamiento del territorio y que se suspendan las fumigaciones y otras formas de erradicación de los cultivos de marihuana, amapola y coca en el país, entre muchas  otras propuestas “mínimas” y “realistas”.

Miremos por ahora solamente este último punto. Varias agencias gubernamentales nacionales y extranjeras, y también instituciones académicas que estudian el tema, coinciden en señalar que las FARC son el principal cartel de la producción de cocaína en Colombia, lo que equivale a decir que también lo son a nivel mundial. La mayoría de sus ingresos económicos están derivados de su vinculación con el narcotráfico. Han hecho alianzas con todas las bandas criminales del narcotráfico para usufructuar conjuntamente este negocio ilícito. Pero se atreven a decir públicamente y sin sonrojarse que ellas no tienen nada que ver con el narcotráfico. Por supuesto, no engañan a nadie, pero quedan en evidencia su cinismo y su desfachatez.

Con la reciente propuesta de suspender toda forma de erradicación de cultivos ilícitos, las FARC están reclamando en provecho propio. De llegar a hacerse, es obvio que se dispararía el área sembrada de esos cultivos, se produciría más cocaína para la exportación y se incrementarían los ingresos de las FARC destinados a ampliar su pie de fuerza, aumentar y sofisticar su armamento, mejorar su logística y sus comunicaciones, expandir sus redes de inteligencia, etc., todo ello en detrimento de la seguridad de los colombianos. Un fortalecimiento similar tendrían todas las bacrim y las mafias dedicadas al narcotráfico y aliadas con las FARC y el ELN para el aprovechamiento del negocio.

Lo peor de todo es que esta propuesta parece encajar perfectamente con el actual ambiguo discurso gubernamental orientado hacia la legalización de las drogas ilícitas. Esta ambigüedad  de hecho ha producido una merma en el esfuerzo del Estado colombiano para controlar los cultivos ilícitos, que por primera vez en más diez años parecen estar creciendo en el país. Claro, cuando el jefe del Estado dice que la lucha contra el narcotráfico es inútil, que esta es una batalla perdida y estéril y que hay que orientarse hacia la legalización, pues ningún policía o militar quisiera ser el último muerto en una batalla que de antemano su comandante declara perdida. Dicho sea de paso, este discurso es un mensaje desalentador e injusto para un país que es uno de los pocos ejemplos de lucha exitosa contra el narcotráfico a nivel mundial, como lo demuestra el hecho de que en la última década hayamos bajado a menos de la mitad el área sembrada de coca y la producción de cocaína en Colombia.

Mientras el narcotráfico siga siendo el combustible de todas las violencias en el país, es absolutamente improcedente y equivocado plantear un viraje en nuestra política antinarcóticos orientado hacia la legalización de la producción, el tráfico o el consumo de drogas ilícitas. No  estamos en Dinamarca, sino en Cundinamarca, y aquí son las bandas criminales violentas las beneficiarias de un ablandamiento en estos temas. Con razón lo rechaza el 70 por ciento de los colombianos.

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