Sin esperanza es mejor

El asesinato, desgraciadamente nada excepcional, de Mónica Spear y su esposo, dada la excepcionalidad de las víctimas, hizo estallar en el país un volcán de emociones, de angustias y de dolor que ha sacudido también al gobierno, sus voceros y mandos. Está muy claro que estos no saben cómo enfrentar la conmoción mientras esperan su aplacamiento y el retorno a la normalidad emocional. Ante las demandas de acción de la ciudadanía, hacen todos los esfuerzos por no decir que no van a hacer nada. No lo logran. La verdad se cuela por las rendijas del encubrimiento y aparece.

Aparece cuando dan las mismas explicaciones, cuando distribuyen las mismas culpas y cuando hacen las mismas propuestas.

La explicación de la violencia es la de siempre: el malandro es una víctima y la sociedad su victimario, una sociedad que produce desintegración familiar, estimula el consumismo, fomenta el egoísmo individualista, genera exclusión y mil horrores más. De nada vale hacer ver que precisamente las sociedades más consumistas, más individualistas, más capitalistas, aquellas que de manera eminente y extrema reúnen todas esas condiciones, tienen tasas mínimas de asesinatos y que, por tanto, si todos esos rasgos tienen algo que ver con la violencia, que lo tienen, no son determinantes ni la explican por sí mismos, mientras sí la explican la impunidad casi absoluta, la debilidad de las instituciones, la difusión indiscriminada e incontrolada de toda clase de armas, la desintegración y corrupción de los organismos de seguridad, la difusión pública de mensajes destinados a enfrentar a los ciudadanos unos con otros por sus diferencias de pensamiento y actitudes políticas, el mantener sin cambios efectivos esos focos de extrema violencia que son nuestras cárceles y muchos otros factores bien concretos, no sujetos a especulación alguna y que todos conocemos por la experiencia cotidiana y la investigación.

Siguen culpando a la pobreza de ser causa directa dejando así por mentira su cacareado amor a los pobres a los que de esa manera tachan de violentos obligados, sin considerar que las sociedades más pobres de América y del mundo ni remotamente se acercan a nuestros índices de homicidios. Lo mismo dígase de los medios audiovisuales y sus programas muchos de los cuales ciertamente son violentos. Sin ninguna intención de defender aquí dicha programación, hay que destacar, sin embargo, como ya se ha hecho muchas veces, que infinidad de estudios psicosociales no han podido concluir en la influencia nefasta de los mismos simplemente porque la gente, incluyendo a los niños, procesan con su inteligencia y en el marco de sus valores y de su conciencia moral lo que presencian y toman sus decisiones en libertad.

La señal más clara de su disposición a la inacción la dan sus propuestas, las mismas de siempre: que si difundir valores, que si educación a la paz, que si promover la convivencia, conversaciones ¿monólogos?, despliegues ¿para la matraca?, depuraciones que no depuran y consejos moralistas de sentido común que la sociedad siempre ha puesto en práctica pero que no pueden resolver nuestro problema de violencia porque éste excede sus campos de aplicación. Las pocas propuestas concretas, como el desarme y las negociaciones “pacíficas” con malandros, o no se han llevado a la práctica o han fracasado, caso acuerdos de Barlovento. Pero sobre todas insisten.

Mientras sigan enfocando el problema de la misma manera, nada va a cambiar. El mal empeorará y sin límites. La inseguridad total será segura.

Cero ilusiones. Cero esperanza. Asumamos la desesperación y desde ella veamos qué hacer. Un qué pacífico y eficaz. No queda otra.

ciporama@gmail.com

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