Sobre consensos y mínimos

En una sociedad ilustrada y democrática, con frecuencia es mucho más productivo un disenso, que se resuelve con una amplia discusión y por la decisión de la mayoría, que un consenso inane sobre mínimos.

Algunas “verdades” se establecen y son aceptadas por la gente en forma acrítica. Cada vez son más frecuentes las opiniones sin información, opiniones preconstituidas, que se defienden contra la información misma y que subsisten a pesar de las evidencias en contra. Es sorprendente encontrar a académicos ilustres haciendo maromas intelectuales para construir (a posteriori) una justificación de posiciones asumidas automáticamente.

Una de esas posiciones automáticas “políticamente correctas” y de moda, sobre todo en estos tiempos de gran actividad política, es acerca de la necesidad de que la sociedad decida siempre por consensos. El Gobierno y el Congreso justifican el fracaso de las reformas de la educación superior, salud y justicia por la ausencia de consensos. Se estableció el mito de que, si no hay consenso, no hay democracia.

Si ingenuamente nos preguntáramos el porqué de esas afirmaciones, no encontraríamos una buena respuesta. Por el contrario, el filósofo político Giovanni Sartori afirmaba que la democracia es maximizada y enriquecida por el conflicto entendido como disenso.

Los consensos en su esencia apuntan a acuerdos sobre mínimos; sobre aquellas premisas en las cuales se puede lograr la aprobación de grupos diversos que tienen, por otro lado, serios y grandes desacuerdos. En tanto más diversas y complejas sean esas sociedades y sus problemas, más insignificante será el mínimo sobre el cual se logre consensuar.

Imaginemos un intento de consenso en la sociedad francesa del siglo XVIII, antes de la revolución. Del lema ‘Libertad, igualdad y fraternidad’ el grupo monárquico hubiera rechazado como inadmisible ese asunto de la igualdad, mientras que la libertad de los jacobinos no hubiera incluido a los nobles candidatos a la guillotina. Tal vez se hubieran transado unos y otros por aceptar la fraternidad. Al fin y al cabo, todos eran “hijos de Dios”. Me temo que un movimiento con el lema de ‘Fraternidad’ no hubiera tenido el impacto que tuvo la Revolución Francesa en la construcción de las repúblicas y democracias americanas.

Los consensos sobre principios fundamentales por lo general no son posibles ni deseables. ¿Cómo lograr un consenso útil entre posiciones antagónicas sobre la posesión de los medios de producción o sobre el papel de la religión en el Estado? El único consenso absolutamente indispensable es uno operativo, sobre las reglas de juego, y que define que las decisiones, en una sociedad democrática, se toman por mayoría y se aceptan por todos. Las democracias se han instalado históricamente sobre sociedades con culturas políticas e intereses diversos. Los consensos amplios y los apoyos unánimes o del 99 por ciento solo se dan en las dictaduras o en sociedades aburridoramente homogéneas, que yo no conozco ni imagino.

Se ha hecho muy popular la creencia de que la democracia participativa se basa en consensos. No creo que sea así. La participación debe basarse en la capacidad de expresar ideas y propuestas y de argumentar por ellas, con la certeza de que serán escuchadas con atención y juzgadas por su solidez, por su justicia, por la verdad que encierran y por su capacidad de resolver problemas. La tarea de las minorías es convertirse en mayorías o convencerlas, con razones, de la bondad de sus propuestas. La de las mayorías es tener éxito para lograr continuidad en el apoyo de la gente, y eso se logra respetando a las minorías y recogiendo sus buenas ideas.

No pretendo decir que nunca se debe llegar a acuerdos. Lo que sostengo es que en una sociedad ilustrada y democrática, con frecuencia es mucho más productivo un disenso, que se resuelve con una amplia discusión y por la decisión de la mayoría, que un consenso inane sobre mínimos.

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