Tradiciones podridas

Por estos días es inevitable tratar el tema político, así no apetezca.

Mucho se habla en Colombia de instituciones y, en efecto, unas instituciones sanas y fuertes son indispensables para que un país como el nuestro salga de la pobreza y agarre para alguna parte. Sin embargo, las pocas instituciones que aquí merecen ese nombre apenas sobreviven en medio de una maleza espesa, la de nuestras tradiciones podridas, que son variadas, resistentes y frondosas.

Dichas tradiciones no son de hoy; fueron plantadas en otras épocas. El clientelismo politiquero clásico es muy viejo, pero tuvo un notable auge en tiempos de la milimetría del Frente Nacional, cuando un directorio político dejó de ser un lugar de debate e ideas y se convirtió en una agencia de empleos y en un dispensario de beneficios selectivos. La desfachatez, o sea el clientelismo a la cuarta potencia, echó raíces en tiempos del 8.000, cuando un personaje indigno decidió ensuciar la silla presidencial tras haber quedado claro que en 1994 —por segunda vez, pues también pasó en 1982— le había recibido plata por costales a los carteles de la droga. Desde que Samper dijo “aquí estoy y aquí me quedo”, en este país no renuncia ni Jorge Pretelt.

La tradición del dinero turbio que todo lo contamina empezó en los años setenta y fue creciendo hasta convertirse en un océano fétido a partir de los 80. Hoy quizá haya un poco menos plata nueva, si bien lo que debe analizarse es la acumulación. Por ejemplo, así ya no aumente tanto, la tierra en manos mafiosas se cuenta en millones de hectáreas. La tradición de la violencia selectiva fue plantada por la guerrilla en los años 60 y 70, pero también tuvo un gran auge en los años 90 por cuenta de la venganza ejercida por los múltiples grupos paramilitares. Esta tal vez sea una de las pocas malezas que hoy son menos frondosas que antes.

Todo lo anterior ha desembocado en las correspondientes instituciones podridas, por llamarlas de algún modo, organizadas eficazmente y con estructura mafiosa alrededor de clanes familiares o de grupos de amigos. Y lo estamos viendo: si una cabeza cae, siempre hay otra lista a ocupar el puesto. Se da al respecto una mezcla tóxica de cinismo y resignación. Al último Luis Carlos Galán lo mataron en 1989 y desde entonces ninguna figura restauradora se le acerca en estatura.

Es utópico pensar que estas tradiciones podridas pueden reformarse de una buena vez. El proceso, en el mejor de los casos, tomará décadas. El peligro más obvio es que en un terreno tan fértil para las malezas crezca una nueva, la del populismo, que es de las peores. De hecho, en Colombia surgió una variedad de populismo menos común en América Latina, el de derecha, aunque nada indica que no haya semillas para el opuesto, el de izquierda —en realidad, los términos de “izquierda” y “derecha” deben usarse con beneficio de inventario, pues cualquier populismo es primero que todo populismo y luego adquiere un sesgo político—. Ya se sabe, cuando un organismo está débil y bajo de defensas, adquiere con gran facilidad nuevos males.

¿Cómo romper el círculo vicioso? Se necesitarían iniciativas fuertes, tanto locales como nacionales. Muy en particular el Gobierno nacional debe confrontar las tradiciones podridas en vez de convivir con ellas o cohonestarlas para simplemente ganar unas elecciones. ¿Qué esperanzas hay de eso ahora? Ninguna.

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