Un mar de coca

Los expertos dan por sentado que a 31 de diciembre había más de 200.000 hectáreas de narcocultivos en Colombia. Mi análisis muestra que la cifra será aun mayor. Para fines de 2015 había 159.000, un 42 % más que un año antes. Desde entonces los elementos que han contribuido a la expansión desatada de narcocultivos solo se han agravado. Si la tasa de crecimiento de 2015 se mantuviera, y en realidad es posible que sea aun mayor, estaríamos en alrededor de 223.000. Durante Santos los narcocultivos se han casi cuadruplicado.

Dos son los motivos centrales de ese crecimiento desorbitado: la suspensión de la fumigación área con glifosato pactada con las Farc y los beneficios que se sellaron en el “acuerdo de paz”. Ahí se acordó la renuncia a la persecución penal a los narcocultivadores por dos años, es decir, una licencia tácita para sembrar sin riesgo, y se estableció que la erradicación debe hacerse mediante acuerdos con las comunidades y de manera manual y voluntaria. Para rematar, se estableció un conjunto de prebendas para los narcocultivadores que, no sobra resaltarlo, no tienen los campesinos que nunca han delinquido. Y se prohibió la extradición de los guerrilleros narcotraficantes.

En otras palabras, Santos renunció a los garrotes de la fumigación, la erradicación forzada, la extradición y la persecución penal, y, al mismo tiempo, estableció una zanahoria perversa, un incentivo inverso que en lugar de invitar al desmonte estimula la siembra de coca.

Los defensores de esta nueva política alegan que la anterior fracasó, cosa que no es cierta porque el anterior gobierno consiguió la reducción de más del sesenta por ciento de los narcocultivos, y que el acuerdo con las Farc conseguirá cortar el vínculo con los actores armados. Tal cosa es falsa. Ya sabemos que los frentes y comandantes guerrilleros cuya disidencia se ha conocido son algunos de los más fuertemente vinculados al narcotráfico. Hay información de que en otros casos hay un cambio de brazalete y el control se hace ahora a nombre del Eln (que sabe, además, que no habrá extradición). Y que la improvisada implementación del agrupamiento y la desmovilización de las Farc en varias zonas del país no ha venido acompañada con el control de esas áreas por parte del Estado y, en consecuencia, las bandas criminales se están apropiando de los narcocultivos que hay en ellas. Para rematar, a muchos les ronda la sospecha de que algunas de esas “disidencias” son pactadas, de manera que un sector de la organización guerrillera se quede por fuera, con control de las actividades de economía ilícita, bien para tenerlas de seguro en caso de volver al monte o bien como fuente de financiación de la acción política.

Más grave aún, por cuenta de haber frenado la fumigación, la productividad de los narcocultivos es un 40 % mayor. Si en 2010 una hectárea producía cinco kilos de coca al año, en 2015, cuando la prohibición de la aspersión aérea se extendió a todo el país, se había llegado a casi siete. Súmese un dólar a tres mil pesos.

En esas condiciones, y con la probada debilidad estatal en las áreas rurales y en los programas de sustitución de cultivos y el déficit de carreteras veredales y de centros de acopio y estrategias de comercialización, ¿de verdad los narcocultivadores y los grupos criminales renunciarán a sus ingresos? Seguir con ellos no les representa ningún riesgo y en cambio tienen todos los incentivos para mantenerlos.

Asustado, el Gobierno dice que ha autorizado el uso del glifosato para las erradicaciones manuales, a pesar del informe de la OMS que en su momento alegó para prohibir las aspersiones aéreas. Y el Ministerio de Defensa dobló su meta, sin ningún estudio que lo sustente, a 50.000 hectáreas. Mienten, como mintieron durante el plebiscito con la propaganda que decía que el acuerdo con las Farc acabaría los cultivos ilícitos en el país.

Es al revés: los multiplicaron. La violencia aparejada se incrementará en lugar de reducirse. Y me temo que con Trump las presiones para corregir el desastre serán inmanejables.

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