¿Un nuevo reparto de culpas?

Sí, tristemente será una verdad negociada. Es decir, una falsedad histórica que hijos y nietos repetirán como un credo en las aulas escolares.

Buenaventura, Tumaco, Florencia y Ocaña: más de un millón de compatriotas quedaron en tinieblas por atentados de las Farc a las torres de energía. La infraestructura petrolera también sufrió los embates de esta ola terrorista, con más de 16 atentados a Ecopetrol y el derrame de 3.120 galones de crudo en el Putumayo que produjo venenosos efectos en cultivos, ríos y otras fuentes de agua, de modo que algo más de siete mil familias quedaron en total desamparo.

¿Son estas acciones propias de una insurgencia que dice adelantar una lucha armada en defensa de los desposeídos? Así deben verlo fervientes devotos de la Teología de la Liberación como el padre Javier Giraldo o el padre Francisco de Roux, o amigos de la paz a cualquier precio y defensores del 'castrochavismo' como Iván Cepeda y Piedad Córdoba. Pero, con perdón de ellos, lo que hemos padecido en la últimas semanas se llama, aquí y en cualquier parte del mundo, terrorismo.

Su feroz irrupción en medio de las dilatadas conversaciones de paz en La Habana no es para las Farc una imprudencia capaz de poner en peligro este proceso. Se propone lograr que el presidente Santos se vea obligado a aceptar el cese bilateral del fuego. El miedo siempre ha sido para los estrategas de las Farc un remedio mágico. Consigue que una desesperada población en recónditas regiones del Cauca, Putumayo, Caquetá o Chocó acepte sin remedio la autoridad de las Farc con tal de que cesen sus acciones. Con este mismo anhelo, el Gobierno ha admitido vestir a las Farc con el cándido ropaje de insurgencia, sentarlas a la mesa en pie de igualdad con el Estado bajo el pomposo rótulo de actores del conflicto, dejando a la sombra en el escenario internacional acciones tan atroces como el secuestro, la extorsión, el reclutamiento de menores, las minas antipersonas cerca de escuelas y senderos campesinos y, sobre todo, el hecho de haberse convertido en el mayor cartel de la droga en el mundo. ¿Será que todo vale por la paz?

En este dispendioso camino, todo obstáculo debe ser esquivado. Veamos el último. Para no someter lo acordado a un peligroso referendo que permitiría a los colombianos mostrar sus desacuerdos, aparece ahora, como sacada del cubilete de un mago, la Comisión de la Verdad. ¿Un paso en la ruta para reconstruir nuestro país? Así la ven el venerable padre De Roux y, desde luego, Sergio Jaramillo, el muy transigente comisionado de Paz. Cuando este habla de no temerle a la verdad, en realidad busca tranquilizarnos ante un muy probable reparto de culpas y responsabilidades entre los malos y los buenos del conflicto, como lo hizo ya el Centro de Memoria Histórica.

No es extraño que en tal dirección nos lleve una comisión de la verdad cuyos miembros, como bien nos lo recuerda el procurador Ordóñez, serán elegidos en pie de igualdad por las Farc y por el Gobierno a través de un amistoso comité de selección. Es lo que ha propuesto ‘Pastor Alape’ ante las cámaras de televisión cuando nos dice que presidentes, ministros, congresistas, militares y empresarios deben también reconocer culpas. En última instancia, todos terminaremos cargando la misma cruz. Sí, tristemente será una verdad negociada. Es decir, una falsedad histórica que hijos y nietos repetirán como un credo en las aulas escolares.

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Siempre he admirado el coraje de Fernando Londoño. Cada mañana escucho su programa de radio y comparto las inquietudes que expresa sobre el peligroso rumbo que está tomando el país. Pero debo confesar que me pareció equivocada la aseveración que hizo en una reciente columna suya al señalar a Enrique Santos Calderón como uno de los autores intelectuales del infame atentado de que fue víctima. Puede uno tener discrepancias políticas e ideológicas con Enrique, pero yo, que lo conozco de mucho tiempo atrás, sé que es incapaz de auspiciar un crimen.

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