Una discriminación monstruosa

Igual que a la señora Piraquive, al presidente Santos le hubiera convenido más quedarse callado.

En Colombia hay libertad de cultos pero, en teoría, tenemos separación entre Iglesia y Estado. Por eso no es comprensible que una secta religiosa tenga brazo político ni que un partido tenga una raíz religiosa tan evidente como el Mira. Eso debería estar claramente proscrito.

Y aunque estoy convencido de que todas esas religiones de garaje son una estafa aún más vulgar que la pirámide de David Murcia, creo que el escándalo suscitado por ese sartal de sandeces de la señora Piraquive es hipócrita: la discriminación contra los discapacitados, en este país, es altísima; sus supuestos derechos no son más que retórica, tanto así que la mayoría de espacios siguen siendo inaccesibles y la precariedad económica es la norma. Un reciente informe de la Escuela Nacional Sindical dice que el 91 por ciento de los discapacitados ganan el mínimo o menos. Aterrador.

Pero esa no es la discriminación a la que quiero referirme. Resulta que el presidente Santos ha dicho que lo único que podría dar al traste con el proceso de paz sería que las Farc cometieran alguna “irracionalidad que hiciera inviable continuar”, y se refirió, concretamente, a la ocurrencia de algún magnicidio.

Uno quisiera creer que ello se trató, simplemente, de una más de sus acostumbradas salidas en falso, como aquella de que “el paro nacional agrario no existe”, pero la simple mención es una verdadera monstruosidad. Que el Presidente de una Nación, elegido democráticamente para garantizar la defensa de la vida, honra y bienes de los ciudadanos, reconozca que la claudicación ante unos terroristas justifica la muerte de muchos, no es cualquier desliz, es una indignidad en el ejercicio del cargo.

Es más, según Santos, para la ley hay ciudadanos de diversas categorías, de primera, de segunda, de tercera… Y, según esa clasificación, se puede permitir que maten soldados, policías, indígenas o viejos miserables que se ganan la vida haciendo mandados en un pueblo, pero no que asesinen a alguien ‘importante’, porque ahí sí habría consecuencias como la de que los diálogos se rompan.

Claro que eso hay que tomarlo con beneficio de inventario porque primero habría que demostrar que las Farc cometieron el hecho y ya hemos visto, en varias ocasiones, que este gobierno sale presto a desmentir los crímenes de la guerrilla. Al exministro Londoño lo levantaron de un bombazo el mismo día que se votaba en el Congreso el ‘Marco Legal de Impunidad’, y el Gobierno no hizo más que negar la autoría de las Farc, con quienes ya negociaba secretamente en Cuba. Ese día, recordemos, murieron dos escoltas, gente prescindible para el señor Santos.

Y no vamos muy lejos. Pusieron a un militar a desmentir las denuncias de Uribe sobre el derribamiento de un helicóptero en Anorí, violando la tregua unilateral ofrecida para generar confianza y de la que después salieron a decir que se había cumplido a cabalidad. Por cierto, el oficial hizo el oso echando mano a toda clase de absurdos, llegando casi a sugerir que los ocupantes de la aeronave se suicidaron. Eran un piloto civil, un capellán, un sargento, dos patrulleros, pero el Gobierno guardó silencio cuando ‘Timochenko’ justificó el ataque con el cuento de que era un operativo de desembarco de tropas élite del Ejército.

Igual que a la señora Piraquive, al presidente Santos le hubiera convenido más quedarse callado. En realidad, en vez de silencio, Santos expresó que valoraba que la guerrilla admitiera los actos terroristas de Anorí y Pradera. Nada raro viniendo de quien se imagina a los terroristas de las Farc en el Congreso sin importarle mucho que sus curules queden sostenidas en los huesos de ciudadanos de tercera.

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