Una reforma engañabobos

La mal llamada reforma de equilibrio de poderes es un sancocho que nada resuelve. Ojalá la tumben.

Mientras la crisis humanitaria en la frontera colombo-venezolana, desatada por el desespero de Nicolás Maduro ante el colapso de su economía, sigue su curso y la OEA confirma su absoluta inutilidad, en el país hay otros asuntos que se agitan. Esta semana, la Corte Constitucional inicia el examen de la reforma de equilibrio de poderes que el Congreso aprobó en junio. Advertí en esta columna que dicha reforma judicial no servía para resolver los gravísimos problemas de la Justicia y que su trámite estaba lleno de vicios. Esos temores tienden a confirmarse con el paso de los días.

He criticado en varias ocasiones las actuaciones del fiscal general, Luis Eduardo Montealegre. Pero debo decir que, tras revisar la bien estructurada demanda que presentó ante la Corte Constitucional contra varios artículos del acto legislativo, quedo convencido de que la reforma no debe pasar el examen del alto tribunal. La del Fiscal no es una voz aislada. Mientras terminaba esta columna, pude confirmar que el procurador Alejandro Ordóñez, quien intervendrá esta semana en la audiencia de la Corte sobre el tema, advertirá de aspectos de inconveniencia y otros más de inconstitucionalidad en la reforma.

Que Fiscal y Procurador, que casi nunca están de acuerdo, coincidan en esto es un síntoma de vicios nada despreciables en la norma. Entre los argumentos de la demanda del Fiscal se destaca la falta de unidad en las materias que trata la reforma, que, tal y como muchos advertimos, resultó ser una improvisada colcha de retazos, algo que al principio era para prohibir la reelección presidencial y terminó metida en el juzgamiento de los altos funcionarios, en la gerencia de la Rama Judicial y hasta en el régimen electoral: todo un sancocho.

El principio de unidad de materia de las normas que el Congreso aprueba no es un capricho: es fundamental para evitar los micos y goles que suelen aparecer en las leyes y actos legislativos inorgánicos en los que la confusión de temas impide que el debate sea transparente.

Y hay más. Los actos legislativos deben ser votados en doble vuelta, lo que implica que el texto haga el recorrido de comisiones y plenarias en cada cámara dos veces para que, al tratarse de un cambio en la Constitución, haya doble certeza. Por eso, es vicio de inconstitucionalidad la introducción de temas nuevos en la segunda vuelta.

La demanda del Fiscal afirma que así ocurrió, entre otros, en el cambio del sistema de juzgamiento de los altos funcionarios que acaba la Comisión de Acusación de la Cámara y la reemplaza por una comisión de aforados. Es verdad que la dichosa Comisión de Acusación no ha servido, pero nada indica que el Tribunal de Aforados, una entidad que no pertenece a ninguna rama del poder y sobre la cual no existe control alguno, vaya a resolver los problemas. Podría, en cambio, convertirse en un Frankenstein omnímodo.

¿Quién elige a sus miembros? El Congreso, de listas enviadas por la Comisión de Gobierno Judicial, integrada por los presidentes de las altas cortes y representantes de los tribunales y los jueces. De este modo, el sistema de roscas, amiguismos y pago de favores entre congresistas y magistrados sigue vigente. Y en cuanto al Gobierno, será otro tribunal a cuyos miembros el Ejecutivo les nombrará recomendados en la frondosa burocracia.

No me quiero detener en otros vicios de la reforma que serán debatidos en las audiencias de la Constitucional. Pero sí en el pecado más importante: que una norma que implicó un esfuerzo legislativo y político tan grande no aborde los grandes problemas de la Justicia, como la impunidad, las roscas, la politización, la corrupción y el clientelismo. Tanta alharaca para una norma que nada resuelve. Ojalá la Corte Constitucional tumbe esta reforma engañabobos.

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