Vergüenza en la Guajira

Después de tres años de reiteradas denuncias sobre la muerte de niños en La Guajira, por hambre, la Cidh solicita tomar medidas cautelares. Urgente: a los chicos les deben llegar alimentos y agua.

La denuncia sobre la muerte de niños por desnutrición en La Guajira, desde hace tres años, debió provocar la reacción inmediata del Gobierno Nacional. Pero hace apenas quince días, en los medios informativos, se registró el caso de otro menor muerto por hambre. ¿Con qué cara este Estado puede, incluso, afrontar un proceso de negociación política con un grupo subversivo al que le ofrece garantías cuando sus pequeños, en una zona desértica del norte, mueren de inanición?

Dice un texto emanado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) en las últimas horas: “La Comisión observa que el Estado no ha suministrado información consistente respecto a un plan específico para realizar una búsqueda activa de niños con desnutrición y evitar posibles muertes en el corto y mediano plazo”.

Es impensable que Colombia se ufane, en el concierto internacional, de los logros de la Bogotá humana, de la innovación de Medellín, de la industrialización barranquillera y de la búsqueda del fin del conflicto en La Habana, por ejemplo, cuando en La Guajira los niños mueren por falta de un analgésico o de un vaso de agua para luchar contra la fiebre y la deshidratación.

La exposición de los abogados que acudieron a la Cidh, para solicitar medidas cautelares, es elocuente:

“El agua siempre ha sido escasa en la Alta Guajira. Los wayúu, con una población de 300.000, viven en rancherías dispersas a lo largo de 15.300 kilómetros de desierto. Esto ha significado un reto continuo en el abastecimiento de agua potable”.

La realidad del cambio climático cada vez tiene más arrinconados a los pobladores de Uribia, Manaure, Riohacha y Maicao, que ven desaparecer las fuentes de agua potable y que, al tiempo, ven marchitarse las áreas de cosecha y asisten impotentes a la muerte de sus animales de corral: vacas, chivos y cerdos, entre otros.

Es que las cifras son hirientes, tristes: de acuerdo con la Cidh, 4.771 niños han muerto en La Guajira por causa de deficiencias alimentarias, los últimos ocho años. Ese departamento es el de los más altos índices en el país: 11,2 por ciento de desnutrición.

Las denuncias que llevaron a la Cidh a intervenir y a activar “medidas cautelares” muestran, además, un contexto de “desertización” preocupante de la región, debido a la presencia de explotaciones mineras que afectan las aguas subterráneas, fuente sustancial para el abastecimiento de las comunidades. “Los sistemas de almacenamiento de agua y arroyos que proveían a las comunidades de La Guajira están secos (…) La cuenca del río Ranchería es una zona en proceso de desertificación”.

El Gobierno Nacional se defiende y expone una serie de programas oficiales tendientes a reducir la “anemia nutricional” y garantizar la cobertura de 45.000 niños, además de atender a las madres gestantes. Pero la realidad de los últimos 36 meses, pasados por sequías y hambruna, impone una mayor acción gubernamental que frene la mortandad infantil.

Ha resultado vergonzoso que en una economía y un país que se presentan entre los más estables de Latinoamérica, candidatizados a la Ocde, “el club” de las economías más desarrolladas del mundo, sus aborígenes (esta vez los wayúu) aparezcan en noticias de muertes por desnutrición infantil.

La Guajira está retratada hoy en esa mueca de hambre y sed de su gente, pero en especial en la de sus niños.

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