¿Victimarios o víctimas?

Con bombos y platillos se ha iniciado en La Habana una nueva ronda de los diálogos secretos, para ocuparse de un nuevo punto: el de las víctimas. Nos preocupa, sin embargo, que las tales negociaciones, al avocar este tema lo hagan simplemente para distraernos sobre los victimarios y su responsabilidad histórica, arropados en un artificial reconocimiento mutuo de las víctimas.

No es descartable, además, que antes del 15 de junio, para ayudar a Santos salga del cenáculo habanero alguna declaración sobre el tema que busque ambientar la reelección. La división de la mesa en dos subcomisiones para aligerar los diálogos, propuesta por el gobierno, se presta para ese tipo de artilugios. Pero vamos a la sustancia.

En mi columna de la semana pasada sobre los 50 años de las Farc insinué lo que ahora quiero ampliar. Mientras seguimos escuchando altisonantes declaraciones de parte y parte, los hechos parecen indicarnos que lo que se hila en este tema es tan resbaloso y turbio como lo que se ha conocido de los tres puntos anteriores. Mañas de jugadores de póker en que ambos son expertos: cañar para después jugar cartas marcadas bajo la mesa.

Ya lo estamos viendo en el caso de las fuerzas armadas, que según la agenda pactada no hace parte de las negociaciones. Iván Márquez declara, sin embargo, que un inamovible de sus planteamientos es el cambio de la doctrina militar, y que será elemento irrenunciable del temario de la Asamblea Constituyente que refrende los pactos habaneros y los complete con el resto del rediseño del Estado que ambicionan. Se trata de transformar las fuerzas militares legítimas, claro está, porque de las ilegítimas ni hablar. Empezando porque nunca entregarán las armas, salvo que se les entregue el poder, como acaba de refregárnoslo Timochenko.

Con rostro adusto y fingiendo severidad en sus gestos, De la Calle asegura que el tema de las fuerzas armadas y la doctrina militar no se está tocando en la mesa, ni se tocará. Que son infundios de los enemigos del proceso las versiones que circulan al respecto. Cubriéndole la espalda al presidente, el Ministro de Defensa truena contra los terroristas y reitera que nada que tenga que ver con las fuerzas armadas será objeto de negociación en Cuba. Sin embargo Santos nos anuncia que buscará que se cree el Ministerio de Seguridad Ciudadana, y ya ha hecho circular un proyecto en el parlamento, retirando a la Policía de las Fuerzas Militares; que se eliminará el servicio militar obligatorio; que las fuerzas armadas se convertirán en “convencionales”, dedicadas a construir puentes y carreteras, entre otras obras beneméritas, pero no a “la guerra”, que abomina y a la cual, según lo proclama en una cuña publicitaria, ningún padre debe entregar a sus hijos. ¿No es claro que tras la negativa a modificar la doctrina militar y debilitar el estamento armado, empieza a asomar la cabeza de un acuerdo para materializar lo que las Farc proponen?

En el caso de las víctimas sucede algo similar. Santos y De la Calle cañan por su lado abogando por las víctimas y señalando que no serán abandonadas en los diálogos, y se desgañitan gritando que no permitirán que en los acuerdos no se reconozcan sus derechos, ni que las Farc los escamoteen. “Las víctimas están en el centro del proceso. No hemos venido a negociar sus derechos, sino a acordar cómo el Gobierno y las Farc les responden de la mejor manera. Cómo satisfacemos sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación y aseguramos que el dolor y la tragedia que vivieron no se vuelvan a repetir. Son los intereses supremos del Gobierno en este capítulo de estos diálogos”, aseguró esta semana.

En el otro lado de la mesa, la contraparte hace su juego. Afirman con arrogancia que ellos son simples víctimas de atrocidades cometidas por el Estado, a quien califican de principal responsable de la violencia y promotor del paramilitarismo, con la complicidad y apoyo de empresarios y terratenientes, con el fin de acallar la disidencia y oposición política de izquierda y los movimientos sociales. Con ademanes enternecedores aseguran que los guerrilleros “somos gentes de paz, amantes de la vida familiar, colombianos esperanzados en salir adelante honradamente”, obligados por la represión a levantarse en armas; y que la racha de “hombres y mujeres, asesinados, desaparecidos, torturados, mutilados en esta larga guerra” se presentó “esencialmente en razón de sus convicciones políticas, generalmente comprometidas con proyectos de izquierda y alternativos de sociedad.” De tal suerte que su historial de fechorías queda “subsumido” en el turbión de una rebelión política justificada, que accidentalmente generó dolor y sufrimiento en algunos compatriotas como secuela no deseada por criminales tan altruistas.

Además de reconocer que su “encomiable” labor revolucionaria puede haber generado algunos efectos colaterales dañinos e indeseados, gesto que ha sido elogiado por la gran prensa como un avance tremendo en los diálogos, los bandidos han hecho una última declaración de buenas intenciones: “Manifestamos nuestra disposición de contribuir de forma decidida en toda acción para posibilitar y recobrar una memoria desde las víctimas.” ¡Qué gran gesto! Están dispuestos a “contribuir” a “recobrar una memoria desde las víctimas”. Como si Colombia hubiera olvidado la tragedia y sus causantes y estos malvados fueran los encargados de refrescar su memoria. Y como si las Farc no hubieran sido durante cinco décadas el mayor verdugo, para que nos vengan ahora a dictar cátedra “desde las víctimas”, es decir, como víctimas.

Efectivamente esa es su estrategia: que se escamotee su papel de gestores y mayores protagonistas de la violencia de este medio siglo, y el condigno castigo, diluyéndolo en una etérea recuperación de la “memoria”, “desde las víctimas”. De allí su propuesta de una “comisión de la verdad” que reparta sin tino las culpas, como un gran ventilador que a todos termina salpicando, de suerte que su responsabilidad quede enmascarada, desdibujada y hasta exculpada.

Desde el año pasado vienen insistiendo en tal propuesta. Que tiene varios propósitos inocultables. El primero, como ya lo dijimos, desvanecer la responsabilidad de las Farc en las atrocidades cometidas en medio siglo. Empiezan por indicar que es la otra parte, el Estado y sus cómplices, la causante primordial de los desafueros y atropellos. Y quieren, en ese sentido, que la comisión examine el período anterior al nacimiento de las Farc, el de “la violencia partidista”, para incriminar a los partidos tradicionales y al Estado, porque supuestamente allí reside el “origen de la actual contienda, el por qué del surgimiento de las guerrillas y el desencadenamiento desde entonces del conflicto social armado interno”. Hábil manera, aunque totalmente falsa, de asignar a otros las culpas y explicar en la maldad de otros el surgimiento de la guerrilla.

En una declaración expedida por los “plenipotenciarios” de las Farc en Cuba a fines de marzo de este año avanzan en sus mañosas intenciones. Asumen que una comisión de la verdad que produzca un informe sobre los orígenes y desarrollo de la confrontación, será la única base para la reconciliación y la satisfacción de los anhelos de las víctimas. “Sin que se establezca el origen del conflicto y su verdad histórica, no puede haber paz, ni reconocimiento de sus víctimas, ni justicia ni reparación.”

¿Cómo así? ¿No son los victimarios los que motu proprio -porque han decidido abandonar su aventura atroz y no volver a atentar contra los demás- deben confesar la verdad plenamente, pagar por sus crímenes para que se haga justicia, y reparar a las víctimas materialmente devolviendo lo que han usurpado y moralmente pidiéndoles perdón, sino que es una etérea comisión de la verdad conformada por terceros ajenos a la sarracina la que ha de proferir el dictamen definitivo?

¿Cómo puede una comisión conformada a dedo con personas seleccionadas paritariamente -con seguridad, porque a las Farc se le han otorgado esas prerrogativas en esta negociación- por gobierno y Farc, decir la última palabra sobre lo que ha sucedido, eximiendo a los actores a confesar sus crímenes y pagar por ellos? Y lo que no se nos escapa: la susodicha comisión se va a llevar años en conformarse, adelantar sus averiguaciones, adelantar discusiones internas, hasta producir su parto de los montes. Mientras tanto los bandidos seguirán con sus armas al cinto, dictando cátedra de ética y buenas maneras, mientras delinquen sin parar.

La verdad, según lo dispuso la Ley de Justicia y Paz expedida en el gobierno de Álvaro Uribe para facilitar la desmovilización y desarme de los paramilitares (y algunos guerrilleros), exigía la confesión de la verdad de los autores de los crímenes ante los jueces, y no un veredicto de terceros. Y la Corte Suprema de Justicia agregó, en un fallo sobre la ley, que esa verdad tenía que ser plena, completa, de lo contrario -si se llegaba a comprobar que una sola de las cosas reveladas no era cierta, o se ocultaban otras- los implicados perderían sus beneficios y serían excluidos del proceso.

Ahora se quiere eximir a los guerrilleros de confesar sus barbaridades para dejar en una comisión académica el fallo sobre la responsabilidad de los autores. Con esta modalidad, los criminales no tendrán que presentarse ante los jueces, sino que se convertirán en simples fuentes de información de los eruditos contratados como analistas del conflicto. No serán victimarios juzgados en tribunales, sino que “desde las víctimas”, como unas más de ellas, fungirán como reconstructores de la “memoria” de un país supuestamente olvidadizo. ¡Mayor afrenta a las víctimas sobre todo, pero también al país, no se ha visto!

Es evidente que ese es el fin primordial de la mentada “comisión de la verdad”. Las Farc en la declaración de marzo son categóricas: no aceptan que se les juzgue por la justicia de su país. Como en su argumentación el Estado es también uno de los protagonistas de la violencia (el principal), es inaceptable que ahora sea quien los vaya a procesar. Un Estado “plenamente imputable” no puede “recurrir al principio de legalidad”, “de por sí viciado”, de suerte que “jamás puede ser juez y parte”, postulan las Farc.

Si a eso agregamos las movidas del gobierno, el panorama resultante es desolador. El Marco Jurídico para la Paz abre las compuertas para que el gobierno determine, por su cuenta, a cuáles “máximos responsables” de crímenes de guerra o de lesa humanidad juzga y condena. En el acuerdo sobre el tercer punto, tocante al narcotráfico, se agregó un elemento de impunidad gravísimo: se consideró este delito internacional como “conexo” al delito político, por ende objeto de indulto y amnistía. Y el Fiscal Montealegre ha redondeado la faena, indicando que aún esos “máximos responsables” que lleguen a ser condenados no solo deben gozar de los beneficios de menores penas, sino que no las tienen que pagar en prisión, y que además debe cambiarse la Constitución y la ley para que puedan participar en política. Mayor esfuerzo de beneficiar a unos criminales y mayor afrenta a las víctimas no es posible concebir.

Lo que no advierte Montealegre es que los tratados internacionales, como el de Roma que crea la Corte Penal Internacional, hacen parte del bloque de constitucionalidad y no pueden ser objeto de reformas adoptadas por el Congreso. Y que, por tanto, aún en el evento de que la justicia doméstica desista de perseguir, condenar o castigar a los criminales, subsistirá siempre la instancia de la CPI, precisamente habilitada por la inacción de nuestro aparato judicial. Y no pocos colombianos estarán dispuestos a acudir a esa instancia para que se haga justicia veradera.

En todo caso lo que se observa es que vamos hacia un acuerdo en los términos de impunidad que venimos relatando. Se repartirán académicamente, en cómodas cuotas equivalentes, las responsabilidades de la degollina, de suerte que nadie será el malo propiamente dicho, y todos quedarán tranquilos dizque en aras de la convivencia futura. Como todos fueron responsables por igual, nadie puede juzgar a nadie (incluso, como Montealegre lo propone, los militares también deben ser cubiertos por la impunidad), y todos tan contentos. En vez de un juicio tendremos un estudio y un libro. Quedará para la historia el texto insípido de un informe voluminoso que detalla cientos de miles de asesinatos, de masacres, de torturas, de extorsiones y secuestros, de atentados contra la infraestructura y el medio ambiente, de desapariciones, de tráfico de drogas, de destrucción de poblados, etc., etc. que no se sabe bien quién los provocó, o sí se sabe, pero son tantos y tan complejos los causantes, que todo queda en nada.

¿Y las víctimas reales? Seguramente serán oídas y lisonjeadas en La Habana, y se les prometerán paraísos terrenales en el post-conflicto, a cargo de los impuestos que pagamos los colombianos. En eso son expertos gobierno y guerrilla. Pero los victimarios, en particular los principales, esto es los narcoterroristas, saldrán orondos a realizar “trabajo social”, y por qué no “trabajo político” legal desde las más altas instancias del Estado, como cabezas de esa “Nueva Colombia” que proclaman.

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