Vivir y morir sin “la familia óptima”

Tristemente hay padres e hijos que sufren como si Colombia fuera el infierno.

Allá, al sur de la Barranquilla aún enguayabada de Carnaval, está el reino de las tinieblas. Es un espacio pequeño, casi una choza. Se trata de la casa de una sola cama en donde vivían Johana Del Carmen Montoya, de 23 años; sus tres hijos -de 3, 6 y 9 años-, y su compañero sentimental, Wilson Díaz Reales.

Los niños fueron degollados con arma blanca, ella está malherida, sedada y amarrada en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital ESE Cari y él llora desconsolado sin hallar explicación a lo sucedido.

Su tristeza es comparable a la de Blanca Sánchez, hermana mayor de Johana, que cayó de rodillas al conocer la noticia: “Dios mío, Dios mío. Si existes, ¿por qué dejaste que nuestra familia sufriera tanto?” Su pregunta no se debía sólo al hecho que conmocionó esta semana al país, sino a toda su existencia.

Hace 18 años, en otro reino de las tinieblas, los paramilitares llegaron con listas en mano a su morada de Tierralta, Córdoba. Un hombre aquí, un muchacho de allá, esa joven que se ve allí. Tras la presurosa selección, los pusieron de rodillas y los fusilaron ante el espanto de los sobrevivientes. “Corran”, les ordenaron.

Y corrieron. Johana atravesó las sabanas de Córdoba y saltó hasta el Atlántico. Como muchos de los desplazados de la violencia, se arrimó a las improvisadas casas en esa línea de pobreza y hacinamiento con nombres poéticos: Soledad, Sabanagrande, Santo Tomás, Palmar de Varela.

A este pueblo mísero, en donde la corrupción es el pan de cada día y en donde malviven 30.000 habitantes, entre calles polvorientas y donde se carece de alcantarillado y las aguas negras y los fétidos olores hierven a 38 grados de temperatura, llegó Johana después de huir durante 18 años. En este tiempo tan breve tuvo tres parejas y tres hijos. Quedó embarazada a los 13 años y fue madre a los 14. Sus tres compañeros, hasta ahora conocidos, la amaron pero también la golpearon, dicen algunos. Ella, sin embargo, echaba para adelante en medio de las dificultades.

Hasta que conoció a Wilson Díaz Reales, cotero infatigable, capaz de levantar decenas de bultos con el sol sobre las espaldas y durante toda la jornada. Él también tenía tres hijos de relaciones anteriores pero le prometió a ella un nuevo hogar. Se fueron a vivir a la casa de Palmar de Varela, con una cama para los cinco.

Poco a poco la familia de Johana, que había iniciado el éxodo desde Tierralta, se fue reencontrando. Así su papá y su mamá se fueron a vivir cerca. El abuelo, hombre cincuentón, empezó a abusar de su nieta de 6 años, según le contó la pequeña a Johana.

Ella, entonces, puso la denuncia ante el Centro de Atención Integral a Víctimas de Abuso Sexual (Caivas), un ente de la Fiscalía General de la Nación que comparte la información con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Eso fue el 9 de diciembre. Precisamente en este mismo mes del 2014, más al sur del país, en Florencia, Caquetá, Jairo Vanegas Losada escuchó amenazante a Silvio Martínez decir: “A esos niños les voy a dar plomo”.

Y también fue a dar la alerta a la Fiscalía y al Ejército nacional por lo que pudiera pasar a sus hijos. No hubo una respuesta de las instituciones, y a los niños los mataron. Losada tiene 5 hijos más, uno de los cuales sobrevivió al ataque. A él ahora también lo asaltan los interrogantes: ¿Es cierto que golpeaba a sus niños? ¿Es verdad que los explotaba laboralmente? ¿Por qué los dejó solos en la noche de la matanza?

Volviendo a Johana, ¿vería ella esas noticias que daban cuenta de otro caso de violencia extrema contra los niños? ¿Maldeciría, como la mayoría de generadores de opinión, la matanza del Caquetá? ¿O ni siquiera se enteraría porque estaba tratando de resolver su propio drama? ¿Qué respuesta le dieron a ella las instituciones encargadas del Estado de proteger a la infancia tras poner la denuncia? No se sabe. Como tampoco se sabe con precisión lo que ocurrió en su pequeña casa.

Fue un infierno lo que vio Wilson Díaz Reales cuando forzó la puerta. Los cuerpos de los niños degollados debajo de la única cama y Johana con heridas en las muñecas, como si hubiera intentado suicidarse, y con un corte de 14 centímetros en la garganta que le afectó los cartílagos, como si hubieran intentado matarla.

A esta hora está sin voz. Aferrándose a la vida o deseando morir. Sólo lo sabe ella. Una mujer que en su corta vida no supo lo que era una familia óptima.

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