Y la canciller ahí

La doctora María Ángela Holguín, Canciller de la República, empezó su gestión por conquistarse el afecto del gobierno de Venezuela, con el convencimiento de que podía convertirlo, de reconocido enemigo, en declarado amigo de Colombia y sobre todo de su Presidente. Y lo hizo. Pero aquí es donde empieza a dar señales de que es menos lista y erudita de lo que supone. Porque no supo con quién se metía, y por eso no pudo distinguir si hacía el papel de osada conquistadora, o el de ingenua conquistada. Chávez se declaró el nuevo mejor amigo de Colombia y Santos, guiado por la Canciller, le ofreció amorosa reciprocidad, lo que pone de presente que su ambición supera su tacto en cuestiones internacionales.

Así que entramos a la lista de aliados de Chávez. La que no es muy larga y mucho menos distinguida que larga. Por estos pagos, como dicen en Argentina, quedamos aliados con la señora Kirchner, luego con el cocalero boliviano Evo Morales, enseguida con el frenético Correa, pasamos por el comandante Ortega de Nicaragua, y rematamos faena con los hermanos Castro, dignos del universal desprecio que se merecen como los más antiguos y feroces dictadores de Latinoamérica. Y en el escenario del mundo, quedamos ligados a Gadaffi, el loco asesino de Libia, a Ahmadinejad, el peligroso tirano de Irán, para rematar con Al Assad, aquel que tiene a su esposa comprando las maravillas de la moda europea mientras masacra a su propio pueblo.

Nadie le ha tomado a la Canciller esta lección, y nadie le ha exigido que revise sus comportamientos y sus amistades directas y adquiridas por reflejo. Es que no hay en Colombia algo que se parezca a una oposición seria.

Pero el remate de faena lo ha tenido la Ministra con ocasión del conflicto con Nicaragua. No solo por la barbaridad que dijo, sino por el momento en que se le ocurrió decirla. En achaques de diplomacia, la oportunidad es con frecuencia más importante que la sustancia. Pero aquí, la doctora Holguín se equivocó de doble manera.

Será para recordar que las declaraciones de la Canciller fueron de casualidad pronunciadas el mismo día en que los delegados de Colombia presentaban sus alegaciones ante la Corte Internacional de Justicia. Julio Londoño, Guillermo Fernández de Soto y el brillantísimo y muy costoso equipo de abogados internacionalistas contratados para asesorarnos y representarnos haciendo el colosal esfuerzo que demanda el cierre de un debate de esta naturaleza, y la Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia diciendo que los jueces que estaban luchando por convencer eran unos acomodados y que sin duda nos quitarían por lo menos una parte del mar y de la plataforma submarina que alegamos nuestra. No tiene nuestra Canciller el don de la oportunidad.

Pero tampoco tiene ningún sentido de lo que significa un conflicto, de la sensibilidad de quienes lo fallan y de la importancia que en estas materias se le atribuye a quien representa internacionalmente a uno de los países contendientes.

Esas aguas y esa plataforma son nuestros. Y lo son desde hace doscientos años. Y hemos ejercido sobre ellas posesión quieta y pacífica por tan largo lapso. Pero no estamos en plan de alegaciones. Solo queremos decir que si la doctora Holguín piensa distinto, y por su cuenta cree que Colombia debe perder una parte de lo que alega suyo, bien puede decirlo, tomando la precaución previa de renunciar a su cargo.

Pero dejamos lo peor para el final. Porque el Presidente tenía la obligación inmediata de rectificar las absurdas declaraciones de la señora Canciller, agregando que emitidas con ocasión tan solemne y motivo tan grave, no le quedaba otra alternativa que prescindir de su valiosa cooperación. Al no hacerlo, adhirió a sus puntos de vista, o cuando menos los ratificó con su silencio. Por lo que convirtió esos disparates en política de Estado.

Si algo se pierde de los mares disputados, la canciller Holguín y el presidente Santos cargarán con la responsabilidad histórica de tan grave resultado. Quede advertido.

 

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