Las razones del año

“Recordemos por qué vale la pena la resistencia”

Termina el año y siempre tengo la ilusión de que con él acaban también los errores y defectos que haya cometido en ese lapso. Como si en el año nuevo todo fuera nuevo, aspiro a superar aquello que no me gustó, del mundo y de mí. Es como si pudiésemos volver a empezar, una nueva carrera por los vericuetos de la vida, donde nos damos el lujo de desprendernos del pasado. Sin embargo, por esa vieja manía de contrariar y contrariarme, me he preguntado más bien qué cosas rescataría de este año que termina y qué eventos quisiera preservar, si fuera posible. Recolectarlos tal vez en estas líneas para que de alguna manera eviten el polvo del tiempo que todo lo sepulta.

Al cerrar los ojos y evocar vienen sin geografía y sin fechas los pueblos de Colombia, las caras de su gente, el viento, los paisajes. Las formas sutiles de la de alegría, desconcierto, frustración, miedo. Los discursos, unos buenos, otros aburridos, otros largos. Este lado de la política que es como un “viaje a pie”.

En Ríoblanco, en el sur del Tolima, me llena de ilusión ver a una campeona de taekwondo que ya termina su universidad, y se sienta en una camioneta con un parlante y grita que llegó la hora de la nueva política, que no vendan el voto, que podemos cambiar. Veo en Fresno a un joven, lleno de vigor para derrotar la politiquería, rodeado de sus padres y hermanos visitando las veredas y el pueblo. Y al General recorriendo los municipios recónditos de Cauca con la ilusión de que podríamos hacerlo mejor. Junto al rio Orinoco, en el calor de las calles de Puerto Carreño, la batalla contra quien representa la corrupción y la violencia; y el entusiasmo de que los ciudadanos pueden derrotarlo. La encarnación del llanero en el candidato del Casanare, rebosante de vida y en los ojos el corazón.

Las montañas secas de Mercaderes, desde donde se avista el Valle del Patía, y la destrucción del río Guachicono por la minería ilegal. Las casas coloniales de Caloto, la vendedora de chontaduros de Villa Rica, la casa de los jardines en Quilichao. Las mujeres de Flandes. El café de la Unión Nariño, las achiras, la dulzura de las frutas.

Todavía siento el dolor de la gente de Inzá, en las montañas del Cauca, que también visité pocos días después del trágico 7 de diciembre en el que las Farc instalaron un carro bomba en pleno día de mercado, dejando 9 muertos. Nos dicen que hay que darle impunidad y premio a los terroristas para que dejen de matarnos. Pagarles la extorsión. La diferencia es que esta extorsión no sólo les da dinero, sino figuración social y política. Y las víctimas se quedarán –como ya se han quedado, con una falsa promesa de reparación- viendo cómo se perpetúa la injusticia en Colombia. Los victimarios libres e importantes. Y también me duele ensombrecer esta columna que pretende iluminar los anhelos nobles de los colombianos. Vale la pena iniciar el año con el sentimiento vital que nos recuerda por qué vale la pena esta resistencia.

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