EL DESCALABRO DE LAS IDEOLOGÍAS

A María Corina Machado

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La flagrante y dolorosa contradicción entre los principios y propósitos de las ideologías con las realidades que prohijaran quienes pretendieron convertirlas en realidad – el bolchevismo y el nazismo en el siglo XX y todos sus derivados y subproductos, como el socialismo bolivariano en el siglo que transcurre – han cuestionado todos sus principios y certidumbres. Ser de izquierdas, después del Archipiélago Gulag, la revolución cultural china o la tiranía castrista, es tan cuestionable e incierto como ser de derechas después de Mussolini, Hitler o Augusto Pinochet.

¿Qué quedan de los fundamentos programáticos y las ofertas paradisíacas de izquierdas y derechas después de confrontarlas con los millones y millones de cadáveres que dejaran tras suyo?. El combustible de los resentimientos, el rencor y el odio de los prejuicios que se enmascaran en las bondades de sus utopías y la capacidad de poner en movimiento las ancestrales enemistades que se encuentran en el fundamento de la vida social: ese bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos que según Thomas Hobbes se mantiene bajo control desde tiempos inmemoriales  gracias a la existencia de las instituciones normativas encargadas de regular la vida social, en especial el Estado,  pero que acecha tras el momento de crisis, siempre latentes, cuando el intercambio social que es la política vuelve a mostrar sus vísceras, la relación amigo enemigo. Y el Estado se convierte en la presa a conquistar, el botín del cual apoderarse para derivar su acción hacia el predominio y la hegemonía absoluta y total de uno de los bandos en pugna. Es el totalitarismo, fin último adonde van a parar las ideologías. Las de izquierda, tras el paraíso comunista del futuro. Las de derecha tras el regreso a los imaginarios paraísos del pasado.

El fin de los totalitarismos y el triunfo de la racionalidad política volvieron a poner a izquierdas y derechas en el mismo espacio, los volvió al redil de la controversia civilizada: ocupar dos bancadas dentro del mismo edificio. Fue la hegemonía de los sistemas democráticos luego de la Segunda Guerra Mundial. Un espacio del cual ninguno pretende expulsar al otro, sino articular una dialéctica de entendimientos que permitan el avance de la sociedad gracias a la crítica permanente, el planteamientos de alternativas, las correcciones a los virtuales desafueros del otro al frente del gobierno, la colaboración civilizada, a la espera de desalojarlo temporal para ofrecerle a la sociedad propuestas programáticas distintas que se ofrecen como mejores, así la realidad las someta a la prueba de la única verdad, la del efecto real sobre el rumbo hacia el progreso, la libertad, la resolución de conflictos y la satisfacción de necesidades.

Cuando las mencionadas correcciones se institucionalizan, poco importa cuál de las bancadas ejerce el mando, si las izquierdas o las derechas. Constreñidos constitucionalmente a respetar las reglas del juego, basta la paciencia para esperar el turno. Incluso bajo la perspectiva real de que las mayorías fluctúen de unas a otras, pues esas mayorías suelen ser ajenas a la adhesión confesional, reservada sólo a los más fervientes y militantes de los miembros de la sociedad, adherentes a los partidos políticos. Y sean, como en efecto, el factor determinante a la hora de la decisión política. Salvo que en un proceso de decadencia de la institucionalidad y de erupción de las tensiones y desencuentros abisales, la enemistad vuelva a ser la nota predominante y el odio suplante a la solidaridad, la enemistad a la concordia, la parcialidad a la globalidad, en suma: la guerra a la política. Vuelta a ser la relación amigo enemigo, la dinámica social regresa a las etapas primarias de la barbarie: la hobbesiana guerra de todos contra todos. Es la situación que para nuestra inmensa desgracia, sufrimos hoy por hoy en Venezuela.

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Es la dolorosa realidad que nos abruma y amenaza en esta hora aciaga de la pérdida de los lazos identitarios que nos han atado durante dos siglos de república. Una pérdida de la que no ha podido salir nada bueno: la devastación del progreso material acumulado en siglos de esfuerzos, la cruenta división entre grandes grupos enconados, el envilecimiento de millones de venezolanos, reducidos al mero afán de la sobrevivencia, carentes de toda responsabilidad moral y de toda identidad nacional. El regreso a la mentalidad de la horda y al comportamiento de la barbarie. En lo individual, la regresión al individualismo oportunista más salvaje. En lo colectivo, la decisión a transgredir todas las normas, al extremo de naturalizar el asesinato y legalizar el saqueo. En lo nacional, la absoluta indiferencia ante la entrega de nuestra soberanía. Es la guerra de todos contra todos. La política de regreso a la relación amigo-enemigo, el egoísmo salvaje. La ideología, como un amasijo de prejuicios, lugares comunes, falsías y banalidades que legitiman y enmascaran la ilegitimidad y permiten lo inadmisible.

¿Cómo seguir siendo genéricamente de izquierdas, si serlo suponía respetar las diferencias, atenerse a las idiosincrasias, luchar por la plenitud del estado de derecho y la excelencia del funcionamiento institucional, respetar de manera sacrosanta la vigencia de los derechos humanos y respetar al otro como a sí mismo, siendo que quienes administran dicha identidad y dicha pertenencia aplastan las diferencias, violan el estado de derecho, vacían las instituciones de todo contenido para ponerlas al servicio de sus afanes de dominio y saqueo, persiguen, reprimen y encarcelan a los ciudadanos y en el colmo de la perversión se entregan al dominio colonialista del invasor extranjero, al que le transfieren nuestras riquezas en el máximo desprecio a la nacionalidad?

¿No eran todas esas perversiones, visto desde la moralidad y la ética de izquierdas, propias de regímenes de derechas? ¿No eran los gobiernos de derechas los que violaban los derechos humanos, acorralaban a la ciudadanía, convertían al Estado en el gran represor, llenaban las cárceles con luchadores por los derechos humanos? ¿No era la burguesía en el poder, vale decir: la derecha,  la que fagocitaba las riquezas para uso propio, la que explotaba a las mayorías, la que empobrecía sistemáticamente a la población, la que se procuraba los bienes de la Nación mediante la brutal exacción y el uso de la corrupción a gran escala y en dimensiones colosales? ¿No era la derecha la que se entregaba en un acto de vergonzosa concupiscencia al poder imperial y obedecía órdenes de gobierno y represión dictadas desde el extranjero?

¿Cómo no ser de derechas si serlo contra un gobierno que se proclama de izquierdas y comete todas las barbaridades señaladas: permite el asesinato de un cuarto de millón de compatriotas, se entrega a la tiranía cubana, pervierte a todas las instituciones, corrompe a millones de ciudadanos, practica el saqueo más descarado de los ingresos petroleros, embrutece y desfigura el sentido del honor y la dignidad de nuestras fuerzas armadas, practica todos los vicios y reniega de todas nuestras virtudes, digo: si serlo significa reivindicar nuestra esencia de pueblo decente, honrado, justo, solidario y patrióticos?

Imposible no serlo. Si esos son los parámetros venezolanos, ser de izquierdas es un crimen. Ser de derechas, un imperativo categórico moral.

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Hannah Arendt, una de las más grandes pensadoras contemporáneas, escribió una de las obras más importantes para el análisis riguroso y desapasionado de procesos como el que hoy sufrimos los venezolanos: Los orígenes del totalitarismo. Una de cuyas claves manipulativas, como señala con su extraordinaria lucidez, consiste en un perverso y maligno quid pro quo: convertir a la víctima en victimario y al victimario en víctima. Como lo describiese sarcásticamente el poeta español José Agustín Goytisolo en un poema infantil, EL MUNDO AL REVÉS: “Érase una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas esas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés”.

Es el terrible quid pro quo que viven las ideologías tras el trastrueque de la banalización del mal, otro concepto de la gran pensadora judío alemana, que Lenin, Stalin, Mussolini, Mao, Castro y sus decadentes y sórdidos epígonos como el tristemente célebre teniente coronel venezolano llevaran a cabo. Cuando las izquierdas han ocupado los espacios que en los tópicos, el lugar común y los prejuicios – la doxa platónica -, eran patrimonio exclusivo de las derechas: el egoísmo de la barbarie, la regresión, la persecución, la violencia y el empobrecimiento. Mientras las derechas se ven compelidas por esas izquierdas saqueadoras, bolcheviques, guevarianas y fascistas a asumir las banderas de la justicia, el bien común, la paz, el derecho, la soberanía, que la credulidad de los ignorantes continúan considerando de izquierdas, como propias.

Y lo son: la defensa de la racionalidad, la preservación de los valores construidos a lo largo de milenios de esfuerzos, la inalterable bandería de la libertad, el bien común y el entendimiento social – todo lo cual aún se comprende bajo el concepto de individualismo, liberalismo, propiedad privada, capitalismo y democracia – contra los promotores de la destrucción, el asesinato, el asalto, el saqueo y el desprecio a los valores milenarios de la cultura y la civilización, valga decir: el comunismo, el socialismo, el colectivismo o como quiera se llamen las pulsiones estatólatras, populista y demagógicas que se han apropiado de nuestras sociedades, y que esas izquierdas pretenden difamar con lo que en el pasado fuera un adjetivo descalificador – ser de derechas – se ha convertido en la única salida al grave conflicto que hoy vivimos.

No sólo ni principalmente en Venezuela, sino en toda nuestra región y puede que en el planeta entero. Son las únicas ideas que pueden garantizarnos salir del atolladero en que nos hemos encajonado. Tan crítico como todos los que viviéramos en el pasado, y de los que siempre salimos airosos recurriendo a los mismos valores: el afán libertario, el valor del individuo, el respeto a los sagrados principios de nuestra razón y nuestra religiosidad. Y la disposición a entregar nuestras vidas en defensa de lo humano.

Es la encrucijada en que nos encontramos.

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