Mensaje de libertad

"La libertad –como el aire– solo se vuelve tangible, se palpa, cuando falta”, sostiene Krauze. La defensa de la democracia y del Estado de Derecho, y la reivindicación de la crítica, son dos ideas centrales del discurso de recepción del Premio FAES, en el que Krauze analiza los cambios de las últimas décadas y los retos que afrontan México y España.

Me siento inmensamente agradecido con FAES por este reconocimiento. Compartirlo con estadistas que han trascendido a su tiempo –como el Rey Juan Carlos, Shimon Peres y Margaret Thatcher– me abruma y rebasa. Y compartirlo con un autor universal –mi admirado y querido Mario Vargas Llosa– es la mayor honra. Mi única respuesta es la promesa de seguir defendiendo la libertad en la revista Letras Libres y en mis escritos.

No son estos tiempos propicios para la libertad. En casi todo el mundo está en repliegue. ¿Recuerdan ustedes el siglo XX? Parece tan remoto como el telefax o los telegramas. Se despidió con hermosas promesas. Habíamos dejado atrás –eso creíamos– lo que Hannah Arendt llamó “el mal absoluto”, la barbarie extrema del nazismo y el comunismo, los campos de exterminio y el Gulag. La Unión Soviética, que pocos años atrás parecía doblegar a las débiles democracias occidentales, había declarado abiertamente –caso único– su quiebra histórica. Y no se detenían ahí los prodigios: ¿quién anticipó el paso de la China de Mao a la de Deng Xiaoping? Nadie, y sin embargo ese tránsito inverosímil del Estado total al mercado global ocurría frente a nuestros ojos.

A la libertad política, es verdad, le faltaba recobrar o conquistar espacios, pero el triunfo del libre mercado parecía ya irreversible. Y otras libertades (morales, sociales, sexuales, civiles) abrirían muy pronto sus propios cauces. Así fue, por fortuna, en algunos casos. Pero esperábamos mucho más. Esperábamos que el siglo XXI cumpliera el célebre título de Benedetto Croce: “La historia como hazaña de la libertad”.

Pero el azar gana siempre la partida. El azar y esas “vastas fuerzas impersonales” de las que hablaba, con horror y resignación, T. S. Eliot. Desde el subsuelo mismo de la historia reapareció el fanatismo de la identidad religiosa con el designio de imponer al diverso “yo” de la democracia, la obediente uniformidad de un “nosotros” teocrático.

Nadie lo previó. Ni siquiera Isaiah Berlin y Karl Popper, los grandes profetas de la libertad. En unas conferencias trasmitidas por la BBC en 1951 que comenzaron a cimentar su fama pública, Berlin se refirió a “seis enemigos de la libertad”: Helvecio y su racionalismo mecánico, Rousseau y su teoría de la “voluntad general”, Fichte y su mitología de la nación alemana, Saint-Simon y sus rígidas sociologías, Hegel y su teología de la historia, y Joseph de Maistre con su encomio de la tradición y el poder. Años antes, en La sociedad abierta y sus enemigos, Popper había trazado la misma genealogía remontándola a Platón y culminando en Hegel y Marx.

Ambas críticas hicieron un formidable servicio a la causa de la libertad (y ambas se sostienen en nuestro tiempo), pero los enemigos que combatían eran puramente ideológicos, no religiosos. Ni Berlin ni Popper sospecharon que la razón liberal tuviese que enfrentar un regreso violento de la religión a la esfera política global. Y creo no equivocarme en afirmar que ninguno de los grandes pensadores de la libertad en Occidente (Raymond Aron, Ortega y Gasset, George Orwell, Bertrand Russell, Daniel Bell, Albert Camus, Octavio Paz) previó la revuelta de la historia que dio comienzo el 11 de septiembre de 2001 y cuyo fin no se avizora.

Fue un grave bloqueo de la mirada histórica, que al menos no ocultó el carácter violento y opresivo de otros fanatismos de la identidad –nacionales, raciales– evidentes en las guerras de limpieza étnica en los Balcanes o los genocidios en África. Y tampoco impidió constatar el surgimiento de nuevas formas de dominación carismática en regiones como América Latina y la Unión Soviética, herederas de viejas culturas políticas autoritarias. Cobijada por el mito de Fidel Castro, en América Latina reapareció –en Hugo Chávez– la enésima mutación del demagogo, del caudillo populista, del redentor. Y en Rusia, los siglos de ortodoxia y el zarismo reconstruyeron un ícono viviente, Vladimir Putin.

La libertad, en el siglo XXI, enfrenta esos inmensos desafíos y muchos otros (como la paradoja china de un capitalismo de Estado sin libertad política). Ante esos nuevos adversarios, la libertad occidental (su concepción, su práctica) no puede ni debe desfallecer. El repliegue debe ser temporal, para tomar fuerzas, para adquirir perspectiva histórica, para imaginar con creatividad nuevas soluciones (más realistas y prácticas) a las nuevas formas de opresión y a los problemas ancestrales de marginación y pobreza que minan los fundamentos mismos de la sociedad abierta.

Y algo más debe hacer el pensamiento liberal: debe ejercer la autocrítica.

La propia libertad económica –es la verdad– conspiró contra sí misma provocando –en su falta de reglas, de límites, en su ambición sin freno– una crisis que hizo más por desprestigiar las virtudes del mercado que todas las ideologías totalitarias juntas.

¿Resultado? “La libertad está sobrevaluada”, comenzaron a propagar los cínicos de siempre o los nuevos escépticos, con el efecto previsible de anestesiar la indignación ante la injusticia y abandonar a su suerte a quienes padecen ahora mismo el ahogo de las libertades. Pienso en los jóvenes de Venezuela, pienso en su soledad. Ellos no necesitan lecturas liberales. Ellos conocen de manera inmediata el significado de la libertad porque la libertad –como el aire– solo se vuelve tangible, se palpa, cuando falta. Pero a ellos ¿quién los escucha?

Escuchémoslos nosotros. En esta ocasión tan significativa para mí, quisiera enviar un saludo solidario a esos valerosos jóvenes venezolanos, y unir mi voz a la de quienes en foros diversos, incluido el de las Naciones Unidas, han exigido la libertad inmediata de Leopoldo López, preso político del régimen que ha convertido al país petrolero más rico del mundo en lo que, paradójicamente, siempre buscó: una nueva, precaria y pesarosa Cuba.

Finalmente, quisiera dedicar una reflexión a la preocupante situación de la libertad en dos países que me competen directamente: México (el puerto de libertad que abrigó a mis padres, abuelos y bisabuelos), y España, nación que inventó el sustantivo liberal, país que desde 1975 ha sido vanguardia democrática del orbe hispano, tierra que, por razones de amistad, de admiración, lengua y cultura, considero mía.

Dos fuerzas terribles y convergentes amenazan la libertad en México: la corrupción y el crimen. Ambas hunden sus raíces en la historia y no es este el lugar de explorarlas. Pero es un hecho doloroso que la democracia –que descentralizó el poder, que liberó las energías políticas y cívicas del mexicano– tuviera el efecto centrífugo de alentar también a los poderes oscuros, que ahora imponen su ley sangrienta en vastas zonas, ya intransitables. Hay fuerzas del bien que se le oponen, y son mayoritarias: las decenas de millones de mujeres y hombres que trabajan honestamente, y que esperan mejorías tangibles de las importantes reformas que se han aprobado en los ámbitos de la energía, la educación, las finanzas y las telecomunicaciones. Pero la vieja corrupción se ha refugiado en estados y municipios y ha establecido una alianza natural con el crimen y el narcotráfico. De este infierno no hay salida fácil: hay que vertebrar, casi desde el origen, un Estado de Derecho que no solo respete y haga respetar las leyes y libertades, sino lo mas preciado: la vida misma. No sé cuanto tiempo nos llevará la tarea. Tal vez una generación. Pero es una batalla que se puede ganar, se va a ganar. No tengo duda.

El respeto a la vida y el Estado de Derecho me lleva a proponer una modesta reflexión sobre España. Después de una terrible guerra civil, después de décadas de una férrea dictadura, España hizo un pacto consigo misma, un pacto de civilidad que provocó la admiración del mundo y –nunca lo olviden– fue el catalizador del cambio democrático en América Latina. La civilidad a la que me refiero no es algo abstracto: se manifiesta, por ejemplo, en el respeto a la vida individual que se advierte en hechos aparentemente nimios como la indignación ante cualquier crimen pasional que llega a las primeras páginas de los diarios. Esa consideración por la vida es el cimiento imprescindible de una sociedad abierta y moderna. Contra todo pronóstico, España se volvió esa sociedad moderna y abierta. En esta severa crisis, España no puede cerrar los ojos al milagro de civilidad democrática que ella misma construyó y que le permitió dar un salto histórico en todos los órdenes.

Al hacer el encomio de esa civilidad, al recordar aquel pacto, no cierro los ojos, en absoluto, a los escándalos de corrupción. Tampoco ignoro el despilfarro de riqueza, las malas administraciones, los sacrificios inmensos, los millones de parados y el desaliento que todo ello provoca. Pero es mi deber de amigo advertir de los riesgos del populismo que veo crecer en España, sobre todo entre la gente joven. Ya vimos en la Argentina peronista esa película. Ya vimos su más sombría versión, en la Cuba de Fidel Castro. Ya la vimos –y la seguimos viendo, en tiempo real– en la Venezuela destruida por el chavismo. A ese horror –hecho de humo y mentira– lleva el populismo. Destruye por generaciones la noción misma de civilidad, instaura el culto a la personalidad, empobrece a las naciones, envilece la vida pública y parte en dos mitades irreconciliables a la sociedad. La sensatez debe privar sobre la desesperación en España. Es la batalla definitiva por la libertad. Y se va a ganar, la vamos a ganar, estoy seguro.

Gracias a FAES, una vez más, por este premio tan preciado. Gracias, por permitirme abrazar a tantos amigos entrañables. Con ustedes, para ustedes, recuerdo ahora el legado de Octavio Paz y la tácita promesa que le hicimos sus amigos y colaboradores: vivir por la libertad, bajo palabra.

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