Huele a mucha podredumbre

A los colombianos les cuesta mucho aceptar que la corrupción en las entidades oficiales puede producir ruina, violencia y resentimiento iguales o peores que los que engendran las armas y los desacreditados y condenables actos de los grupos subversivos.

Un alcalde que construye una carretera con dineros públicos para beneficiar sus propiedades, y que mientras tanto se la niega a comunidades campesinas alejadas que la necesitan para sacar sus productos veredales y para llevar a sus niños a la escuela es un sinvergüenza.

Una alcaldesa que vacía las arcas municipales mediante contratos fraudulentos, o con contratistas falsos o que ejecutan a medias obras entregadas a dedo, es una criminal.

Gastar plata inoficiosamente en obras suntuarias, cosméticas, cuando una ciudad que se dice del primer mundo aún tiene barrios sin agua potable es un indolente, es un indecente.

Montar carruseles de contratos para darle la vuelta a la marmaja, inflar cotizaciones y entregarle la platica del erario a los mismos, que por casualidad son amigos o socios circunstanciales para volver privado el capital público, es una afrenta a los ciudadanos que pagan impuestos y se revientan los huevos haciendo empresa y trabajando de sol a sol. Convertir presupuestos municipales en caja menor de los caprichos o de los intereses del gobernante es una vileza.

Ver niños que mueren de hambre en Guajira o Chocó, que se sientan a recibir clase en el suelo o que arden de fiebre, porque en el centro de salud no hay un analgésico ni un médico, es imperdonable.

Una serie reciente de informes publicados en este diario sobre actos de corrupción en acaldías de Antioquia, pero que igual tienen sus “gemelos” en decenas, cientos de municipios de Colombia, nos habla de los gobernantes que tenemos: afanados por ser nuevos ricos, pero parados sobre la cabeza de ciudadanos necesitados de bienestar, de seguridad y de ejemplo.

Se avecinan unas elecciones regionales y la comunidad debe abrir los ojos para escoger con lupa a la nueva dirigencia pública local. Es necesario que la ciudadanía tome conciencia, que se informe bien y que los medios le permitan cualificar su opinión, análisis y capacidad de elegir.

No puede agotarse la historia creyendo que el único mal de Colombia son los guerrilleros y los paramilitares -que lo son-. Solo un Estado creíble, trasparente, eficiente, pulcro y firme podrá convencer o someter a estos delincuentes y hacerles ver que no son el remedio sino la enfermedad. Y que hay un Estado legítimo que los convierte en un anacronismo tan inservible hoy.

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