A propósito de la educación sexual

La educación sexual debería limitarse a la enseñanza de los métodos para evitar los embarazos. Dejemos que los muchachos disfruten como mejor puedan de sus tesoros en este mundo de porquería.

Hubo un tiempo cuando el amor fue pecado. No sé si ahora es mejor, cuando las muchachas andan desnudas por los centros comerciales como las mariposas por los jardines (qué harán cuando nada quede por mostrar, ni la orquídea), y cuando las zarinas de la farándula comentan en las páginas de los periódicos sus tríos con desconocidos y sus desahogos de viudas alegres. Cuando el impudor tiene su 'ranking'. Y la cama privada es convertida en una extensión del escenario.

En mis tiempos, el amor era más misterioso. Por una sombría transmutación, el gasto ocasional de un poco de saliva en un cine se pagaba en las calderas del infierno: las muchachas estaban comunicadas con el diablo y con el teólogo en línea directa. Y eran fortines de apariencia inexpugnable que guardaba una monja francesa en un internado, una tía de ojos inquisidores o un hermano, el candelero, que se sobornaba con dulces Charms. Las canciones de moda hablaban de besos robados. Convirtiendo en delito la mística comunión de dos tractos digestivos que es un beso.

Recuerdo que entre la primera cita y la primera vez corría un largo camino de charlas insulsas y plácidas promesas. Antes de merecer el dulce regalo de una tersa pera de quince años y un cupo en el nido de pájaro de la entrepierna había que conquistar primero el dedo meñique con el pretexto de admirar un anillo, y la perfumada mano con zalamerías de quiromántico, y luego… el hombro y después, la pera… que era el prólogo de lo mejor de todo.

El cuerpo de las muchachas era el botín de la paciencia. Los muchachos a veces espiábamos sus duchas con la gravedad de los físicos en la contemplación de los ciclotrones antes del auge de la pornografía virtual. Y la visión casual de unos cucos puestos a secar en un alambre nos alteraba los ciclos del sueño.

Los moralistas del pasado pensaban que el hombre después del coito es un animal triste. Y un deseo podrido llevó a muchos a dilapidar sus recuerdos de infancia donde un siquiatra que costaba un ojo de la cara. Pero los muchachos sanos siempre se las arreglan para enfrentar con el cinismo de la naturaleza, después de la ingesta completa o de la exploración exhaustiva de una muchacha detrás de una puerta, el juicio divino. Recuerdo que nosotros, los de entonces, a veces elaborábamos el duelo de la muerte del alma después del pecado mortal acariciando un guante nono o un pañuelo bordado con nomeolvides o sonriendo como idiotas ante una fotografía desteñida con una cursi, falaz dedicatoria al respaldo. Te amaré siempre, por ejemplo, en el colmo de la originalidad.

El juego del amor conjugaba los afanes de la pasión con la astucia del cazador. Y el fin era ganarle al diablo y a la tía una muchacha en un ajedrez largo y bien calculado.

He vuelto a recordarlo a propósito de la alharaca que levantó una vez más el asunto de la educación sexual de los niños. Eso es botar pólvora en gallinazos espirituales. Un muchacho de nueve años hoy puede con mucha probabilidad darle sopa y seco en conocimientos sexuales al casto procurador Ordóñez. Hoy, cuando a los muchachos no los perturban la visión de un seno femenino ni unos cucos puestos a secar como al doctor. Y cuando las muchachas son tan generosas con sus queridos entresijos que bien les cabe el calificativo de libérrimas, y lo demás. La educación sexual debería limitarse a la enseñanza de los métodos para evitar los embarazos. Dejemos que los muchachos disfruten como mejor puedan de sus tesoros en este mundo de porquería. Lo pornográfico es la guerra, las corrupciones del poder, lo pecaminoso es ‘Iván Márquez’ hablando de paz y justicia y poniéndole conejo a la sociedad colombiana, su retórica. No lo que hacen los jóvenes con sus atributos naturales en el tiempo que les dejan los goces ambiguos de la escuela.

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