Corrupción y ganancia

Nadie duda de que el más grave problema que tiene Colombia es el de la corrupción. Más que la guerrilla, el verdadero lastre de nuestro desarrollo es esa lacra. Y aunque aquí hay una legislación draconiana en materia de extinción de bienes provenientes de actividades ilícitas, el otro gran drama de la corrupción es que, lamentablemente, genera pingües ganancias que a mucha gente le justifica el “carcelazo”.

Aunque la ley de extinción de bienes es tan severa y a veces tan abusiva, que en cualquier otro país sería inconstitucional, tampoco es que haya servido mucho para despojar de bienes mal habidos a tanto pícaro que ha desfilado por el servicio público y que, en no pocas ocasiones, han salido como grandes señores a disfrutar de su riqueza.

Las lágrimas de arrepentimiento del exsecretario de Salud de Bogotá condenado por su comprometimiento en el “carrusel de la contratación” se vuelven de cocodrilo cuando se leen los informes periodísticos sobre sus bienes que en nada se corresponden con sus ingresos. Ventas sospechosas a toda clase de familiares, traspasos dudosos a amigos cercanos y deudas cuantiosas contraídas en condiciones extrañamente onerosas con particulares, son algunos de los métodos que usan los corruptos para salvar el producto de sus delitos.

El problema no solo es nacional, en Panamá, donde se esconden muchos de esos capitales mal habidos, el gran escándalo actual es el encarcelamiento del magistrado de la Corte Suprema, Alejandro Moncada, por enriquecimiento ilícito. El indicio grave de que algo andaba mal fue la compra por el magistrado de un apartamento por más de un millón de dólares en efectivo y otro por más de medio millón con un gran adelanto. El sueldo del magistrado Moncada no le cuadra con semejantes gastos.

En Panamá, el país contó con quien se diera cuenta de los faraónicos gastos y lo denunciara ante una autoridad que allá sí funciona. Y esas, justamente, son las mejores armas contra la corrupción y los corruptos: el rechazo social, la denuncia pública, el aislamiento personal del pícaro. Si los salarios de los funcionarios son públicos y no pueden tener más ingresos que esos, ¿cómo así que alguien que se gana doscientos cuarenta millones al año, puede aparecer, de la noche a la mañana, con propiedades por más de tres mil millones y gastos manifiestamente suntuarios sin que su entorno social, laboral y familiar se dé por aludido?

Los actos de complicidad social e incluso familiar son los que impiden una lucha efectiva contra la corrupción. El soporte de esa actividad criminal es precisamente su aceptación social. Mientras los corruptos sigan siendo aceptados por los clubes sociales, las sociedades deportivas, o los círculos académicos, ésta seguirá siendo una lucha perdida en la que los mal vistos somos los honestos -por bobos- y no los corruptos -por aviones-.

Quitarles los cuantiosos recursos de los que se han apropiado y tratarlos como lo que son, es la tarea fundamental que deben cumplir autoridades y sociedad, para que se vuelva a hacer realidad aquella vieja frase de las series policíacas de los setentas: El crimen, no paga… pero nos cuesta mucho.

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